Por donde sea, en el periódico, en el radio, espectaculares, volantes, todo es la vuelta a clases. Descuentos, facilidades, piras de mochilas de colores, útiles escolares (me encanta el binomio, tan concreto y de otra época) al por mayor. Hasta el CNTE ha querido adelantar el regreso a clases a su modo, desde esta semana en algunas escuelas de Oaxaca. Más allá de esos estiras y aflojes magisterio-gobierno, que no dudo nos den sorpresas la semana que entra, el regreso a clases me remite a una emoción particular. No se parece a otra y no creo haberla sentido así después en relación a algo. Me refiero al fin de vacaciones y la anticipación de lo que seguía. La escuela como un país, que cada año era distinto, no sólo porque empezabas un nuevo grado escolar que se llamaba cuarto, o quinto, o primero de secundaria; donde tendrías nuevos maestros, materias, libros, sino porque cada uno cambiábamos un poco en las vacaciones, sobre todo después de sexto de primara. Y porque de pronto el mundo de todos los días se llenaría otra vez de nombres y caras y gestos y bullicio, y recreos y lunches, y no habría momento de no hacer nada como siempre solía pasar en las vacaciones. Las vacaciones, como los domingos, tenían cierta luz propia mientras se armaban planes, o se iba a la playa, o con alguna prima que vivía en otra ciudad, pero también estaban condenadas al aburrimiento. Por eso, la noche anterior al regreso a clases, el insomnio precoz nos dejaba muy mal instalados para el primer día. Podíamos hasta enfermarnos del estómago, porque ese era (¿es?) el órgano de la emoción. Queríamos ver a fulano y a mengana, teníamos cosas nuevas que contar. En mi escuela sólo teníamos uniforme para deportes, así que sacar la ropa que usaríamos ese primer día, cuando mamá dejó de ser la que decidía, era un acontecimiento: recuerdo las calcetas hasta la rodilla y las faldas cortas de sexto y primero de secundaria (los pantalones estaban prohibidos). Y teníamos razón de aquellos nervios, ¿con quién nos tocaría esta vez?, ¿qué pupitre ocuparíamos en el salón?, que no fuera hasta adelante, era más divertido estar atrás, aunque siempre se podían levantar las tapas del escritorio y decirle algo al de al lado, esconder cosas: el pupitre era un pequeño territorio dentro de aquel gran país, donde nos estrenábamos cada año. En la secundaria la expectación siempre fue mayor, dolía el estómago, la salud casi conflagraba contra nuestra incorporación a la rutina. Todo porque teníamos un barro indiscreto, porque habíamos engordado, o por el contrario, queríamos usar un brasier imposible como el de Lolita (yo si tenía una compañera con ese nombre hecho a la medida). Y qué sorpresas nos podíamos llevar con el chico deslucido que había embarnecido, o el que parecía un galán de altura y se había estacionado fornido y soquete. Qué nervios anticipatorios, como de viaje largo, era el primer día de clases. Que si estrenábamos portafolio o morral, que no nos fuéramos a quedar dormidos, que nos diera tiempo del peinado que ya era nuestra responsabilidad. ¿Cuándo empezó esa conciencia del primer día de clases como un momento anticipatorio? Porque el año nos acostumbraba a las levantadas, a las prisas, al huevo tibio y gelatina, al camión o al coche, a preparar los útiles la noche anterior, hasta hartarnos y pedir banca: las vacaciones de nuevo.

También he estado del otro lado, preparando el regreso a clase de mis hijas, como lo hacía mi madre con nosotros. Es decir, además de comprar uniformes, zapatos y útiles, forrando libros y cuadernos. Vaya pesadilla. Recuerdo que me tomaba mucho tiempo, que me quedaban abultados, toscos, que las etiquetas con el nombre quedaban chuecas, que los tenía que desforrar porque habían quedado de cabeza. En una ocasión, cuando ya no me era necesario, vi el anuncio de “se forran cuadernos” en algún lado. Pensé que yo hubiera necesitado aquel servicio que diligentemente ofrecía una madre esmerada, con habilidades manuales, con olfato para el negocio. Mis hijas reportan que las mandaba con uniforme de deporte el día que tocaba el normal, que les hacía la raya chueca en el peinado, un día incluso entregamos los libros con anticipación (como lo pedían) pero en fecha equivocada. El regreso a clases era también nerviosismo y horror de confirmar mi pobre desempeño, pues a pesar de haber comprado unas loncheras coloridas, la novedad del año, el sandwich invariablemente se humedecía, la cantimplora nunca cerraba bien. Yo trataba.

El regreso a clases es el tic tac del ciclo incansable de esa vida escolar en que, evocando un cuento de Alice Munro, fuimos felices aunque no nos dábamos cuenta de ello.

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