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Dice que llegó tarde a la literatura y que fue la prosa "iluminada y sensual" de la española Carmen Gaite la que la animó a escribir su primera novela en 2003. "Yo quiero escribir así, o por lo menos quiero intentarlo", se dijo a sí misma Carla Guelfenbein, mientras crecía la identificación con esa narradora notable de la generación del 50, por la sintonía compasiva y la hondura con las que Gaite construía eficazmente a sus personajes. Decidida en la faena, con El revés del alma, su primer paso en la ficción, Guelfenbein obtuvo un éxito instantáneo entre las lectoras y, con él, la reafirmación de un destino literario de largo aliento. Pero su consagración llegó doce años después al ganar en marzo pasado el Premio Alfaguara de Novela por Contigo a la distancia, un suspense literario inspirado en la figura y el talento de Clarice Lispector, con quien la escritora chilena comparte raíces comunes: abuelos judíos que huyeron de los pogroms en Ucrania y se establecieron en América del Sur.
De joven descubrí la prosa de Lispector y quedé deslumbrada. En ella y en mi abuela está inspirado el personaje de Vera Sigall de mi novela. Pero admito que demoré bastante en entender bien sus textos, ya que para mí entonces era una escritora compleja. Releyéndola comprendí que lo que me subyugaba era su absoluta libertad y profundidad para ahondar en la condición humana. Ella busca en el interior de la vida y lo que saca a luz es algo muy original. Cuando vi su foto, me pareció una mujer que uno confundiría con una actriz de Hollywood. Esa capacidad para explotar su feminidad y belleza y al mismo tiempo ser una gran intelectual (algo que la sociedad no termina de conciliar), para mí, fue un descubrimiento. Su figura se conecta con mi manera de ver la vida y con mi búsqueda literaria: no renuncio a mi feminidad ni a cuidarme, y el camino que busco en la ficción es llegar a lo más profundo. Y encontrar esa sustancia, concisión, precisión y belleza. Indagar en la naturaleza humana, pero expresarla de forma transparente y depurada. Trabajo en ese camino.
Todas mis novelas tienen múltiples voces. Eso se vincula a cómo entiendo que opera la realidad: existe de una manera diferente para cada uno. Y aún más en el mundo interior de las personas y en los afectos, donde las diferencias son más evidentes. Cuando se indaga en la emoción, la única manera de dar una visión completa de lo que ocurre es mirando hacia todos lados. Y así, caleidoscópicamente, construyo una realidad.
Nunca me quedo en un lugar que ya conozco. Me enfrento a los grandes paradigmas intentando hacer siempre un camino propio. Esta búsqueda de estar primero en las ciencias, luego en el diseño y la moda, y atreverme más tarde, a los 40 años, a publicar mi primera novela fue una manera de rebelarme contra lo que me había trazado. No me conformo con lo que sé. Necesito andar por nuevos territorios para poder llegar a nuevos puertos. Al final, tengo una mente científica: me mueve el conocimiento, descubrir cosas.
Uno es el resultado de la vida que llevó. La ideología de izquierda de mis padres nos empujó al exilio, en Inglaterra. Mi madre, filósofa, en la línea de los existencialistas franceses, era muy poco práctica y muy comprometida políticamente. Estuvo tres semanas desaparecida en 1977. Y a las pocas semanas de que la liberaran una madrugada le encontraron un cáncer. La operaron en Chile y, gracias a una beca de posgrado, nos fuimos ambas a Londres a estudiar a la universidad de Essex. Mi padre, arquitecto, y mis hermanos menores permanecieron en Chile. Pero su cáncer avanzó y al año falleció en Londres. Yo tenía 18 años y estudiaba Biología. Pude sobrellevar ese dolor porque siento que, además de la formación y el temple con los que me forjaron mis padres, tengo algo genético, que viene de mis abuelos que lograron huir de los pogroms en Ucrania, que me convierte en una sobreviviente.
Frente al dolor, un libro. La literatura fue siempre mi lugar, un sitio al cual podía acudir. Era seguro y lo sentía mío. Creo que por eso me demoré en salir al mundo como escritora. Lo vivía como algo tan personal que no entendía cómo a ese mundo uno lo podía compartir con los demás. Pero fue necesario. Si quería vivir dentro de los libros, como me había propuesto, la mejor forma era transformarme en escritora. Estaba todo ahí, porque siempre escribí. Y así me lancé. Fue casi una imposición. Dejé mi puesto como directora de arte y editora de moda en Elle, y me dispuse a vivir en la literatura.
La herencia ideológica de mis padres se tradujo en una militancia de izquierda a los 16 años.Pero pronto me di cuenta de que no quería ser militante y que necesitaba mi libertad para decir y hacer ciertas cosas; para ser como quería ser. Siento que ese espíritu libertario se contradice con el hecho de pertenecer a un partido. Me mueven más las ideas que las militancias.
El premio Alfaguara significó conquistar un espacio más de libertad. Salí de mi "jaula de oro" que tuve con el género femenino en mi primera novela y me sumergí en una historia contada desde la voz de un hombre. De allí en adelante, me sentí libre de escribir desde cualquier personaje y de ahondar en cualquier mundo. El premio me da un espacio de libertad. Pero aún no sé cómo usarlo.
Gozo profundamente del acto físico de escribir. Escribir para mí significa ir asimilando un gran conocimiento sobre lo humano. Sin embargo, no sé si el hecho de ir indagando en los vínculos y en las emociones de un gran repertorio de personajes convierten al escritor en alguien más sabio para la vida.
rqm