El tiempo marca la ausencia. La despedida se cuenta en días. Y aun sin observar, el ser sigue presente. José de Sousa Saramago, el escritor de la conciencia, traducido a una veintena de idiomas, es inmortal. Así es para aquellos que, como su esposa, la española Pilar del Río, lo lee casi a diario.

Si bien “El maestro”, como lo llamó el crítico Harold Bloom, ya no se sienta todas las tardes a escribir dos o tres páginas, su obra se redescubre constantemente entre conversatorios, conferencias, homenajes, biografías, entrevistas, eventos culturales, y títulos póstumos como “Alabardas”, publicado en septiembre de 2014.

Los gobernantes deberían leerlo

El jurista español Baltasar Garzón, muy cercano a Saramago y que se encargó de presentar “Alabardas”, asegura que todos los gobernante deberían leerlo, porque “desde la ficción refleja muy bien las contradicciones del ser humano y el inmenso poder del dinero para corromper”.

Como esta novela, que reflexiona sobre la industria armamentista, la ausencia de huelgas en fábricas de armas y la ética de quienes trabajan en ellas, han nacido diversos proyectos literarios relacionados con su pensamiento. Esto, gracias a la labor de su viuda, la periodista y traductora Pilar del Río, quien preside la Fundación José Saramago y trabaja constantemente para difundir su legado.

Pero “la presidenta” como llamó Saramago a su esposa alguna vez, muy al contrario de lo que se pensaría, lo siente cerca, vivo. Desde su despacho, ubicado en el corazón de Lisboa, todavía trabaja junto a él, porque –y así lo ha demostrado ella– la complicidad está en la memoria, en las palabras y, también, en los lugares.

Justo en frente de este edificio del siglo XVI, La Casa dos Bicos, reposan las cenizas de su esposo y padre del ensayo que declaró a la ceguera una mal universal y, que algunos años después, respondería con el de la lucidez.

Allí, en el Campo das Cebolas, con vista al río Tajo, en medio de un pequeño jardín, custodiado por un olivo centenario,  en una especie de lápida, se leen las palabras tatuadas sobre un banco de piedra que reza: “Pero no subió a las estrellas, si a la tierra pertenecía”.

Recordando, imaginando, cinco años atrás

El viernes 18 de junio de 2010, pasadas las 11 de la mañana, el escritor portugués José Saramago, nieto de los campesinos Jerónimo Melrinho y Josefa Caixinha, dejó de respirar. A los 87 años, el cuerpo arrugado terminaba una larga batalla contra una leucemia crónica. Para ese momento, el novelista portugués ya tocaba otra corriente. La isla de Lanzarote susurraba su adiós.

Algunos días después, en un acto solemne, la capital lusa lo despedía en el Salón de Honor del Ayuntamiento. Amigos, seguidores e intelectuales, entre los que se encontraba el líder del Partido Comunista Portugués Jerónimo de Sousa expresaron el luto, no solo de ellos, sino de “todo el pueblo al que amó y fue fiel”.

Lisboa se arropó con las letras de quien hizo los problemas sociales, suyos. Alguna tarde no muy lejana, decenas de amigos y seguidores de su obra generosa y, a la vez, rebelde, se reunieron en la Casa Fernando Pessoa, para homenajear a quien, según su biógrafo y amigo Fernando Gómez Aguilar, “resuena desde la liberad de su poderosa conciencia incómoda, irremplazable”.

Esa tarde, Pilar del Río se dispuso para compartir, una vez más, como tantas atrás, su eterna experiencia con el autor:.

“Aquí acaba el mar y empieza la tierra”, comenzó… Tras un aire profundo, continuó, “Llueve sobre la ciudad pálida, las aguas del río corren turbias de barro, están inundadas las arboledas de la orilla. Un barco asciende entre el flujo soturno, es el Highland Brigade que va a atracar en el muelle de Alcántara (...)”.

Era el principio de “El año del la muerte de Ricardo Reis” (1984). la obra que nació algunas décadas atrás, en una biblioteca de la escuela industrial, cuando el joven José aspiraba a mecánico cerrajero.

Su interés oculto por la poesía, lo llevó a descubrir que el nombre de quien firmaba tales versos, era ese y otros más, pero uno en particular: Fernando Pessoa, el mismo Ricardo Reis.

El autor de “Manual de pintura y caligrafía” (1977) contó este episodio en 1998, cuando recibía el Premio Nobel de Literatura.

Según sus palabras, “mucho, mucho tiempo después el aprendiz de escritor ya con el pelo blanco y un poco más sabio de sus propias sabidurías se atrevió a escribir una novela para mostrar al poeta de las “Odas” algo de lo que era el espectáculo del mundo en ese año de 1936 en que lo puso a vivir sus últimos días: la ocupación de la Renania por el Ejército nazi, la guerra de Franco contra la República española, la creación por Salazar de las milicias fascistas portuguesas”.

“A Pilar”, dedicó esta y otras tantas novelas que le significaron más que el reconocimiento, y la popularidad, la posibilidad de existir sin callar. Sus más de 30 obras, entre las que resuenan, Levantado del suelo (1982), Memorial del Convento (1982), La balsa de piedra (1986), El evangelio según Jesucristo (1991), Ensayo sobre la ceguera (1995); La caverna (2000), Las intermitencias de la muerte (2005), El viaje del Elefante (2008) y Caín (2009), reflejan la necesidad, diría su creador, de dejar “algo hecho” como “una forma de eternidad”.

La "conciencia"

Las historias, declaraciones, inquietudes, alegatos, sentencias y pensamientos que se entretejen en cada uno de sus textos plantean una necesidad, una lucha por contarle a la humanidad sus verdaderas desgracias, aciertos y apocalípticos futuros.

Sus ideas, si bien premonitorias, eran coherentes con la realidad. Ya se había percatado este amante de las letras, que los problemas que aquejan a la humanidad, solamente pueden afrontarse con una sola palabra: “conciencia”.

Si bien su sabiduría representa un triunfo del pensamiento contemporáneo, Saramago nunca se consideró un gran experto, ni un intelectual célebre. Defendía, por el contrario, que su escritura era simplemente el camino para desasosegar.

Quizás, por eso, las palabras con las que agradeció el mayor reconocimiento literario al que puede aspirar un escritor, partían de su origen.

Contaban, con absoluta sencillez, quién era el niño, joven, adulto y anciano que, muy a pesar del tiempo, y en las metáforas mismas de sus historias, continuaba caminando descalzo sobre la tierra, preguntándose la razón, o sin razón, de la vida humana. Ese día de 1998, ya con las canas asomadas, decidió volver a ser el joven humilde que vivía en la aldea de Azinhaga, en Portugal.

Por la década de 1930, el pequeño José ayudaba a su abuelo Jerónimo en sus labores diarias. No le bastaba con cavar la tierra del huerto aledaño a la casa, o con cortar la leña para la lumbre. A veces, también, subía el agua del pozo comunitario y la transportaba al hombro.

Allá, en una sencilla parcela, en medio de la noche y junto a su abuelo, conoció la palabra imaginada. Eran leyendas –contó–, apariciones asombrosas, episodios singulares, muertes antiguas, escaramuzas de palo y piedra, palabras de antepasados, un incansable rumor de memorias que los mantenían despierto, al mismo que suavemente lo acunaban.

Nunca supo –reconoció esa vez– si su abuelo se callaba cuando descubría que se había dormido, o si seguía hablando para no dejar a medias la respuesta a la pregunta que invariablemente él le hacía: “Y después”…

Después... el universo se puso en movimiento. La belleza se reveló en sus sueños. José Saramago se aferró a la literatura, la poesía, el ensayo. Y después de algunos años, se convirtió en un verdadero contador de historias, como su abuelo Jerónimo.

En 1947 publicó su primer título “Tierra de Pecado”, una historia rural que parte de recuerdos, algo difusos, para narrar lo que surge misteriosamente de la imaginación.

Sería, entonces, ese poder creativo, lo que le permitió hacer memoria, pintar y repintar esa cotidianidad suya, que con el paso del tiempo, sin embargo, fue mutando para derivar en la de otros seres literarios, a quienes catalogó siempre como sus “maestros de vida”. Los que más intensamente le enseñaron el oficio de vivir.

Baltasar Garzón: "extraño a Saramago, el luchador honesto"

El ex juez Baltasar Garzón, relata en esta entrevista con Efe una pequeña semblanza del Nobel de Literatura portugués José Saramago, con quien compartió una entrañable amistad y sus ideales de justicia y democracia. El autor del reciente libro "El Fango", lo recuerda así.

P (Efe).- ¿Qué extraña del escritor José Saramago?.

R (B. Garzón).- Le extraño a él, a un luchador honesto, valiente, coherente entre la afirmación y la acción, incluso desde la discrepancia. Siempre al lado de las víctimas e implacable con el poderoso. Yo siempre pienso en él como un defensor de causas justas. «La defensa de los Derechos Humanos no es de derechas ni de izquierdas; la gente honesta puede ponerse de acuerdo», esa frase suya le definía.

Sus opiniones impulsaron a miles de personas a pensar sobre la importancia de la sociedad civil y la corresponsabilidad de todos en una sociedad democrática. Su interés por mí me hizo sentirlo muy adentro, escribió sobre mí cosas bellas que no merecía.  Lo tuve por un gran hombre, fue un gran amigo.

P.-¿Por qué los gobernantes deberían leer Alabardas, Alabardas! Espingardas, Espingardas!?

R.-. Saramago utilizó, para ponerlo de manifiesto, esa relación entre el marido amante de las armas y su mujer contraria a ellas.  Y es que el tráfico de armas es un capítulo pendiente, no olvidemos que se organizan guerras para promover la venta de  armamento.

Los gobernantes deberían analizar las causas, desde el Derecho y la diplomacia, pero claro, es más fácil bombardear un país o una zona determinada de ese país que llevar a cabo  esa reflexión. Y ya sabemos que llegar a un gran pacto mundial contra esta industria de la muerte es una pura utopía, pero considero que hay que continuar luchando desde la sociedad civil para conseguirlo.

P.-¿De qué forma se ven reflejados los problemas actuales en la obra póstuma de Saramago?.

R.- Él expresó su alegato contra el poder de esta industria de la guerra que mueve miles de millones de dólares y, sin embargo, no resuelve ningún problema. Aquí es donde los Gobiernos deberían reflexionar.

P.-¿Cuál es el libro -o los libros- de Saramago que han tenido mayor influencia en su vida personal y laboral?.

R.- Siempre me ha impresionado el argumento duro y clarividente del "Ensayo sobre la Ceguera". Ese recorrido desde el estadio del ser civilizado al puramente animal, a la voluntad de sobrevivir sea como sea. Y la propuesta de Saramago de que es urgente recuperar la lucidez frente al terror de descubrir los impulsos más primitivos. Al final, la pregunta que plantea es la misma que te haces a diario cuando trabajas con lo más sórdido, lo más complejo de la sociedad y no es sino la cuestión de si es factible tener esperanza. La respuesta para mi va en esa línea sugerida, de que el amor y la solidaridad pueden cambiar a las personas y a la sociedad.

P.- ¿Algún aparte de alguno de sus libros, ensayos o discursos que se le haya grabado en la memoria?.

R.- Hay una frase muy descriptiva de la realidad en este libro que mencionaba: «Creo que no nos quedamos ciegos, creo que estamos ciegos, ciegos que ven. Ciegos que, viendo, no ven...» ¡Qué forma más brillante de definir esa semilla que hace brotar finalmente la maldad y que se basa en el desinterés por los demás y por lo que sucede! «Hablamos mucho de democracia y la practicamos poco», decía Saramago. Es verdad, cuando se alejan las voces críticas, las conciencias se adormecen y aparece el riesgo de la indiferencia.

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