El museo de arte moderno de Nueva York () abre sus puertas al artista uruguayo Joaquín Torres-García (1874-1949), que transgredió los convencionalismos del arte convencido que el tiempo era una invención humana y lo abstracto y figurativo la misma cosa.

Desde el 25 de octubre el MoMA acoge la primera gran retrospectiva dedicada al artista en Estados Unidos, una exhibición compuesta de más de un centenar de obras del artista que a partir de mayo podrá verse en Madrid y Málaga (España).

La retrospectiva se estructura cronológicamente para abarcar la obra completa del artista desde sus primeras obras en Barcelona a finales del siglo XIX, hasta sus últimas creaciones en Montevideo en los años cuarenta del siglo XX.

A Barcelona, Torres-García, de padre catalán y madre uruguaya, llegó con apenas 17 años y fue allí donde se educó como artista convirtiéndose en pintor de la vida moderna al estilo del escritor francés Charles Beaudelaire e integrándose rápidamente en la intelectualidad catalana y el "noucentisme", explicó el comisario de la exposición, Luis Pérez-Oramas.

Sus contactos en la sociedad barcelonesa le llevarían incluso a recibir encargos para llevar a cabo distintas obras que lucirían (y aún lo hacen hoy) en el palacio de la Generalitat de Cataluña.

Entre esas obras destaca el fresco para el salón Sant Jordi "Lo temporal no es más que un símbolo" (1916), inspirado por su convencimiento que el tiempo no es más que una invención, y que recibiría enormes críticas por "herético" de la sociedad catalana, la misma que años antes le había acogido en su seno.

Pérez-Oramas aseguró que salió "prácticamente huyendo" de Barcelona cuando se terminó su colaboración con la Generalitat.

"Conviene no dorar la historia. La realidad es que no acabó bien su etapa en Barcelona. Yo creo que esas críticas a su obra fueron una excusa, que sufrió xenofobia por ser uruguayo", dijo.

El comisario de la exhibición en el MoMA señaló que el artista ejerció de una suerte de hermano mayor en Barcelona y París para los artistas Pablo Picasso y Joan Miró.

En su etapa catalana, antes de poner rumbo a Nueva York, Torres-García también trabajó con otro imprescindible de la época, Salvador Dalí, que ya andaba a vueltas con la Sagrada Familia.

En su siguiente periodo, en la Gran Manzana, el artista cambió los frescos de gran tamaño por los juguetes de madera, aunque nunca dejaría de pintar.

En Nueva York, Torres-García también se introdujo en el epicentro de la modernidad junto a artistas como Joseph Stella, Max Weber o Walter Pach.

De esa época, que terminaría por los apuros económicos que traería consigo la vida neoyorquina para el uruguayo y su familia, data la obra "New York Street Scene" (1920), en la que yuxtapondría la publicidad con el paisaje para dar cuenta de la "furia" de la ciudad, destaca el comisario.

Su última parada antes de Uruguay fue París, un periodo de experimentación donde definió el estilo "universalismo constructivo".

Desde Montevideo miró asustado a Europa y el drama de la segunda guerra mundial y pintó una de sus últimas obras icónicas, "Energía atómica" (1946).

Según Pérez-Oramas, el artista "estaba obsesionado con la Arcadia, con el origen del mundo. Y la bomba atómica tenía relación con todo eso porque representaba la opción de acabar con todo".

Tanto en esa obra como en las pinturas hermanadas "Estructura en cinco tonos con dos formas intercaladas" (1948) y "Figuras con palomas" (1949), el uruguayo confirma un elemento central de su obra, la mezcla de formas concretas y abstractas.

Y es que para Torres-García, según el comisario de su muestra en el MoMA, "no existe diferenciación clara entre al arte figurativo y el abstracto. Son dos caras de la misma moneda".

"Era un artista que no pensaba que la temporalidad fuera lineal, que un estilo pudiera evolucionar. El último cuadro que pinta momentos antes de morir es una evolución de una de sus primeras obras", añadió.

rqm

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