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ssierra@eluniversal.com.mx
“Desde que tengo uso de razón, las cosas que pasan en mi vida se intentan procesar y entender a través de la creatividad. Siempre. Crear, hacer cosas, se volvió un sistema de vida. Así vivo, así funciono, no me podría imaginar de otra manera”.
Javier Marín (Uruapan, Michoacán, 1962) recuerda que creció entre plastilinas, lápices y libros de arte en una familia donde el padre era arquitecto. De 10 hermanos, tres son escultores, dos arquitectos y uno restaurador de obras de arte. Pintaba y dibujaba pero se decantó por la escultura seducido por la cualidad del volumen, cuyas posibilidades explora en las obras que crea desde hace casi 30 años.
Hoy, a las 20 horas en el Palacio de Iturbide, sede de Fomento Cultural Banamex, Marín inaugurará Terra. La materia como idea, muestra integrada por cerca de 100 esculturas de barro. Con curaduría de Silvia Zárate, la exposición hace hincapié en el proceso, el accidente y el trabajo colectivo.
La segunda exposición, Corpus, se podrá ver a partir del 19 de noviembre en el Antiguo Colegio de San Ildefonso y en ella estarán obras donde ha trabajo con materiales como cera, resina, bronce, madera y orgánicos. Además, en una esquina del zócalo de la ciudad se instalaron grandes esculturas que el público ha podido tocar.
Lo que no se controla. Javier Marín reconoce que le deja la puerta abierta al azar, al accidente, que la perfección no es lo suyo. “En mi obra, si no sucede algo imprevisto, no me siento feliz; siempre estoy esperando que suceda algo: un accidente, una imperfección, que se rompa para pegarlo. A mí el tema de la perfección no se me da, prefiero lo imperfecto. Lo inesperado me gusta muchísimo. Se vuelve frío cuando ves una cosa idealizada y perfecta entre comillas. Así no soy”.
Hay azar en cómo se comportan los materiales, en cómo cambia una escultura desde que fue pensada en dibujo o en plastilina hasta que llega a ser una enorme pieza, con frecuencia, de varios metros de extensión; hay azar en las explosiones que la grasa genera sobre la resina.
Azar es también que ante el montaje de la primera de las dos muestras que de manera conjunta conforman la mayor exposición que ha presentado alguna vez, suceda que él no puede estar subido en los andamios. Por momentos en muletas y en otros incluso desde una silla de ruedas, Marín ha tenido que indicar qué va aquí o allá; un accidente en Yucatán, hace 10 semanas, ha limitado sus movimientos.
Grandes y pequeñas figuras humanas que dialogan con la historia del arte, que hacen referencia a piezas maestras de culturas prehispánicas o que parecen hablar de seres cuya condición e historia dejan muchas preguntas en el espectador, se pueden ver en el edificio de la calle de Madero que se ha abierto más a la escultura (hasta hace unas semanas se exhibieron ahí las obras de Mathias Goeritz).
Del color de la tierra roja, en amarillo y en negro son las obras de Marín dispuestas en dos pisos del edificio; se encuentran piezas de los años 80 y otras de este 2015:
“Todos los momentos en que he tocado el barro como material, desde el primero donde yo modelaba barro con agua y construía en mi estudio solo, hasta lo último que es tomar la obra de artesanos, hacerla pinole y mezclarla con resina poliéster para generar unas formas nuevas; me gusta la idea de agarrar una artesanía que está confinada a repetirse y liberarla de ese destino de pieza inmutable”, cuenta Marín.
En su naturaleza. Más allá de la cotidiana y familiar relación con el arte, Javier Marín siente que el momento del gran descubrimiento fue cuando se dio cuenta de que se podía ser un artista profesional, que era posible vivir de hacer arte.
“Una vez que me di cuenta de que era lo mío, no paré. Me puse a trabajar fascinado. No podría concebir la vida de otra manera, sin esta forma de procesar lo que me pasa a través del arte”.
Su relación con el volumen ha fluido siempre. “Se me da de manera muy natural imaginar y crear en volumen; tengo las manos adiestradas a funcionar con volúmenes”.
Como estudiante de la Escuela Nacional de Artes Plásticas de la UNAM, (hoy FAD, Facultad de Artes y Diseño), fue hasta el último año cuando encontró en el taller de Gerda Gruber muchas respuestas a su interés primario por el volumen y los materiales. Aunque había planteado hacer pintura, escenografía, fotografía, dibujo y video, quedó atrapado en la escultura.
“Las disciplinas no se agotan. No tiene sentido decir que ya se hizo todo. Si todo se hubiera hecho no habría artistas en la búsqueda de nada. El arte no es nada más que una parte de uno mismo, y todos los seres humanos somos diferentes. Las obras de arte son extensiones de alguien que es único. El ‘ya está todo’ es una tontería”.
Tampoco considera Marín que todo se ha hecho y pintado en lo que se refiere a la figura humana: “¡Qué hay más antiguo en el arte como tema que la figura humana! Desde que el hombre caminó, dejó sus huellas en el piso y volteó y las identificó como impronta de sí mismo, esa ya fue una representación del propio cuerpo. Desde entonces no se ha agotado”.
Más allá de la figura, Marín busca una idea: “Si es la representación de una boca sonriendo, lo que menos importa es que la boca sonría, me interesa es ¿por qué lo hace?, ¿qué hay detrás de una mirada, de un gesto con una cierta desproporción?, ¿por qué un señor tiene los pies enormes?, ¿por qué está plantado en la tierra? Espero que el espectador vaya más allá de la superficie. Se puede decir que mi trabajo es bonito o clásico, pero hay más cosas; una grieta, por ejemplo, puede ser una metáfora. Las lecturas son tan variadas como la gente que ve las obras de arte.”
Nuevos caminos. Hace un año, con la apertura de la Fundación Javier Marín, el artista “puso en orden” proyectos que había estado trabajando relacionados con el apoyo a jóvenes creadores, entre otras acciones. La idea que atraviesa el trabajo de la Fundación es así: “Es tan poquito lo que la gente necesita para detonar cosas, que es una lástima que por eso se pierdan talentos, ganas de ser artistas”.
La Fundación nació, cuenta Marín, por una convicción de coherencia: “No fue que un día amaneciera con la idea de ‘tengo que hacer una fundación’. Fue formalizar algo que venía haciendo, temas a los que soy sensible desde niño. Me tocó abrirme camino solo y pude comprender lo importante que hubiera sido que alguien te eche la mano. Traté siempre de ayudar a quienes estaban formándose, dar un consejo, escuchar, tratar de ayudar, y me he dado cuenta que funciona. Ha sido empezar a echar abajo mitos que de pronto están en el arte: el artista egoísta, el artista que no hace nada por el otro, al que le vale gorro su gremio. Y no es verdad. Toda la gente a la que le he pedido que done su tiempo para este programa de apoyo a artistas que están arrancando, me ha dicho que sí sin ningún tipo de interés. Vamos buscando recursos, hay varios programas echados a andar, como el de residencias en Yucatán, que quiere ir más allá del artista que trabaja exclusivamente para sí mismo; es proponer de forma creativa proyectos que beneficien a la comunidad en que se está desarrollando.”