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Brasil está a punto de adentrarse a un oscuro callejón, así sea por la voluntad mayoritaria de su electorado. El triunfo de Jair Bolsonaro en las elecciones de este domingo 7 expresa un vasto respaldo a quien hace de la antipolítica su atractivo: elogia la dictadura, despunta por su misoginia, homofobia y por un racismo sin disimulo. Si Bolsonaro no consiguió en la primera vuelta electoral la mitad de los votos válidos, se quedó muy cerca (46.1%), mientras que Fernando Haddad del Partido de los Trabajadores, respaldado por Lula Da Silva desde prisión, se rezagó con 29.1%. Con estas diferencias, a menos que el PT reúna todo el voto disperso, la segunda vuelta electoral del día 28 corre el riesgo de ser un trámite.
Bolsonaro fue un legislador poco conocido por 27 años, hasta que despuntó mediáticamente en 2016 en el impeachment contra Dilma Rousseff. En el Congreso dedicó su voto a un militar condenado por secuestro y tortura. Sus palabras no dejan lugar a dudas sobre de quién se trata: “Por la familia, la inocencia de los niños en las aulas, que el PT nunca tuvo, contra el comunismo, por nuestra libertad en contra del Foro de Sao Paulo, por la memoria del coronel Carlos Alberto Brilhante Ustra, por el pavor de Rousseff, el ejército de Caxias, las Fuerzas Armadas, por Brasil encima de todo y por Dios por encima de todo, mi voto es sí”. Por eso, no puede decirse que el electorado no supo a quién respaldaba, que se confundió, sino que vale reconocer que por más que existan motivos de inconformidad, en muchos lugares se extiende una ciudadanía que no tiene la mínima disposición de respetar las diferencias ni a los diferentes, y que va a las urnas con ánimo de bronca y revancha. Se extienden los resortes de la antidemocracia a partir de un odio irracional que llega a instalarse incluso entre quienes son víctimas proclives de la exclusión y el atropello al que dan su voto.
Contrasta la incertidumbre que genera en esta ocasión el veredicto de las urnas en Brasil con la amplia certeza que brindan sus eficientes procedimientos electorales. A escasas horas de concluida la emisión del sufragio se conocía 100% de los resultados para presidente, 513 diputados federales, 54 senadores, 27 gobernadores y 27 congresos locales. Este cómputo tan ágil es posible gracias a la urna electrónica que se empezó a utilizar en 1996. En Brasil el voto es obligatorio, y para que sufragaran más de 147 millones de ciudadanos la autoridad electoral instaló 512 mil urnas electrónicas en 9 millones de km2, de los que la mitad son de difícil acceso.
La urna electrónica cuenta con mecanismos de seguridad que inician con su diseño y la carga de programas informáticos, ofrece operación autónoma (puede funcionar sin corriente eléctrica), no se conecta jamás a redes de cómputo, permite comprobar que no tiene votos al inicio de la jornada electoral, y al concluir imprime comprobantes del sufragio que se reparten entre partidos y se exponen al público. Después, se le extrae una memoria sellada que, al conectarse a la red, envía en segundos los resultados encriptados al tribunal electoral. Así el cómputo oficial de resultados que en México nos toma una semana entera, en Brasil lleva cinco horas. Es hora de evaluar con seriedad la urna electrónica si de ganar eficiencia y restar barroquismo se trata.
La nitidez y agilidad del procedimiento electoral no inciden en la calidad de la decisión de los ciudadanos, mas es útil reconocer que los grandes desafíos de nuestros sistemas políticos no son procedimentales, sino de fondo: la ausencia de resultados contra la desigualdad, la corrupción y la inseguridad rampante han vuelto el enfado en la democracia en un feroz hartazgo contra ésta y sus valores. El voto por Bolsonaro es la alerta de un tsunami.
Consejero del INE