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Nos acercamos al fin del año, una de las épocas más festejadas a nivel mundial, pero que se celebra relativamente hace poco por estas fechas, ya que hace tan solo cuatro siglos era más común hacerlo el 21 de marzo, en uno de los llamados equinoccios.
Algunas culturas, como los pueblos originarios del sur del continente americano, solían festejar el año nuevo en el solsticio, en particular el del 21 de junio (solsticio de invierno en el hemisferio sur).
Lo que sí ha sido común para casi todas las culturas ancestrales ha sido la celebración, por estas fechas, del segundo solsticio del año –solsticio de invierno en el hemisferio norte y de verano en el hemisferio sur–. Durante el solsticio del 21 de diciembre se vive el día más largo del año en el hemisferio sur y el más corto en el hemisferio norte.
Justamente en el hemisferio norte, donde se han desarrollado la mayor cantidad de las culturas destacadas de la antigüedad, los días (horas de luz solar) comienzan a hacerse más y más largos a partir del solsticio de invierno, por lo cual no es raro que marcara la celebración del regreso del Sol para la mayoría de culturas, después de haber pasado por un periodo lúgubre con pocas horas de luz. El “triunfo del Sol sobre las tinieblas” como solían llamarlo durante el imperio romano.
Los solsticios, cuyo significado proviene del latín y significa Sol quieto o estático, se producen por la inclinación del eje de rotación de la Tierra, lo que hace que varíe la iluminación de la Tierra a lo largo del movimiento del planeta en su órbita alrededor del Sol.
Los rayos del sol inciden de manera diferente sobre la superficie de la Tierra durante el año. A partir del solsticio de invierno, y durante los siguientes seis meses –hasta el solsticio de verano– la incidencia de los rayos solares aumenta, hasta llegar al día más largo del año en el hemisferio norte sobre el 21 de junio.
jpe