Unas dos horas de ruta desde la capital ucraniana, Kiev, situada a 120 kilómetros, llevan hasta el primer "checkpoint" en la localidad de Ditiakbi: es la frontera de esa "zona de exclusión" de 30 kilómetros.
Tras comprobar los preceptivos permisos emitidos por las autoridades ucranianas, el oficial de guarda abre la barrera para permitir el paso a una carretera desierta de vehículos.
En el interior de esta zona apenas vive gente, desde que más de 135 mil personas fueron evacuadas tras aquel fatídico 26 de abril de 1986, cuando explotó el reactor número 4 de la central de Chernobil, liberando una radiación superior a 500 bombas atómicas como la de Hiroshima.
“NOS DIJERON QUE ERA PARA TRES DÍAS…”.
El silencio en la "zona de exclusión" es el principal recordatorio de cómo fueron arrancados de sus hogares los habitantes de Pripiat, que tenía 50 mil habitantes, de Chernobil, con 12 mil, y todos los pueblos de la vecindad.
"Nos dijeron que era para tres días y que tomáramos solo los imprescindible, y resulta que fue para siempre", cuenta Liudmila Petrovna, extrabajadora de la central evacuada como todos sus vecinos.
A ambos lados de la carretera el camino está jalonado de señales con el temible trébol radiactivo.
Nuestro vehículo no puede salirse de las rutas marcadas y el guía que acompaña lleva en el coche un medidor de radiación.
La presencia del guía es obligatoria para los periodistas y científicos que visitan la zona, así como para algunos grupos de turistas intrépidos que desde hace unos años han comenzado a llegar en busca de emociones fuertes.
Un segundo puesto de control, a solo 10 kilómetros de la central, permite ingresar en el "núcleo duro" donde se encuentran la ciudad fantasma de Pripiat y la propia central atómica.
Una gran estela de piedra con el nombre de Pripiat recuerda que se fundó en 1970 para acoger a los trabajadores de la central y sus familias, una ciudad entonces modelo, con todas las comodidades y que atraía a jóvenes de toda la Unión Soviética.
"Era una ciudad preciosa, la ciudad de las rosas, de la alegría, hacíamos barbacoas, había conciertos, venían muchos artistas", dice Liudmila.
TODO SE PARÓ EN UN SEGUNDO
A la entrada, una escena surrealista: una gran cruz de madera con un Cristo, al lado una nueva señal de radiación y un perro que rompe el silencio con sus ladridos.
"La cruz la pusieron a principios de los 2000, después de la desintegración de la URSS, cuando la Iglesia Ortodoxa y la religiosidad recuperaron el terreno perdido durante el comunismo" nos dice Yuri, el guía.
A partir de ahí se puede imaginar lo que era Pripiat, grandes avenidas ahora comidas por la vegetación, enormes bloques de viviendas vacíos que se yerguen fantasmagóricos y la principal plaza de dimensiones gigantes al estilo soviético.
A su alrededor, todo abandonado, oxidado, congelado. Tiendas, restaurantes, cafés, supermercados, escuelas, centros deportivos. Todo reconocible pero siniestro, porque permite recrear cómo era la vida y cómo se paró en un segundo, a la 1:23 de la madrugada del 26 de abril.
La ciudad era tan dinámica que no cesaba de desarrollarse, y pocos días después, para las fiestas del 1 de mayo iba a inaugurar un parque de atracciones, un estadio y un centro deportivo.
Ahora, la enorme noria suspendida en el aire y en el tiempo es un símbolo de lo que pudo ser y no fue, el estadio con las gradas carcomidas por la vegetación no llegó a ver ningún partido y el bonito puerto fluvial con su café conserva todavía, oxidadas, las populares máquinas soviéticas dispensadoras de agua mineral.
Pripiat está a solo 3 kilómetros de la central de Chernobil y lo que fue el motivo de su florecimiento, también fue su perdición. De camino a la central, se vislumbran a lo lejos los cuatro reactores que funcionaban y dos que estaban en construcción.
EL NUEVO SARCÓFAGO
Para visitar la instalación es obligatorio vestir la bata y cofia blancos que llevan todos los trabajadores. Porque Chernobil sigue funcionando y unos 2 mil trabajadores acuden cada día para llevar adelante el programa de desmantelamiento de la instalación, cese total de la explotación y almacenamiento seguro del combustible nuclear.
Hay que colgarse un dosímetro para circular por sus largos pasillos. Antón Pobor, un responsable de relaciones públicas que nos explica y acompaña, nos advierte que no toquemos ningún botón.
Nos muestra las salas de control, las turbinas, la entrada al fatídico reactor 4, y el memorial dedicado al único trabajador que murió la noche del accidente.
A varios cientos de metros del edificio principal, una gran cantera acoge la obra donde se construye el nuevo sarcófago que, a finales de este año, deberá sustituir a la primera y precaria cubierta con la que se frenó la emisión de radiación poco después del accidente, levantada al precio de las vidas de muchos "liquidadores".
Su vida útil era de 30 años "y por eso es urgente acabar cuanto antes el nuevo arco, que garantizará un siglo sin escape de radiación", afirma Yulia Marusich, especialista de la central.
Tanto ella como cientos de otros trabajadores llegan cada día a sus puestos en tren o autobuses desde una localidad situada a 50 kilómetros, fuera de la "zona de exclusión".
Para salir de la central, hay que colocar la mano sobre un arco detector donde una luz verde o roja indica si se está "limpio" o "contaminado" de radiación.
Saliendo de la planta se abren paso bosques, un río, pueblos abandonados de casas de madera. Al pasar por el conocido como "bosque rojo" por el color que han ido adoptando los pinos, uno de los puntos donde la radiación es más elevada, el medidor geiger de Yuri empieza a emitir pitidos.
Pero en la "zona de exclusión" viven actualmente unas 3 mil personas, la mayoría en la localidad de Chernobil.
Situada a 18 kilómetros de la central, allí hay algunas oficinas administrativas relacionadas con la gestión de esta región, un par de tiendas en medio de edificios vacíos y hasta un pequeño hotel.
Allí pernoctan contratistas del consorcio que construye el sarcófago, periodistas, investigadores y otros visitantes.
La ciudad de Chernobil, con 12 mil habitantes, fue evacuada solo el 7 de mayo, y antes se celebró incluso el tradicional desfile del 1 de mayo sin advertir a la población de los riesgos.
De camino hacia la zona segura fuera de los 30 kilómetros de exclusión, se nos cruzan por la carretera un par de alces. Los animales salvajes han regresado al epicentro del desastre, quizás por la ausencia de vida humana.
kal