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Explorar y entender lo que pasa en su entorno es algo innato en la especie humana. Ese impulso la ha llevado a gestas que parecían imposibles, como alcanzar la cima del Everest –Edmund Hillary, en 1953–; llegar al Polo Sur –Roald Amundsen, en 1911–, y salir a conocer el cosmos, como lo hizo la Unión Soviética en 1957 con la sonda Sputnik.
Pero existen todavía lugares a los que solo con la imaginación, plasmada en la pluma de grandes escritores, se puede acceder. Un ejemplo de ello es Viaje al centro de la Tierra, la obra del francés Julio Verne, en la que describe lugares asombrosos, llenos de vida y de misterios, esperando a ser descubiertos.
Lo cierto es que en ese lugar la realidad es otra. Las altísimas temperaturas (6 mil °C, casi la misma de la superficie del Sol), la fuerte presión y las extensas distancias que separan a la superficie del centro de la Tierra lo mantienen como uno de los lugares inaccesibles para cualquier persona e incluso robot.
Aunque para muchos suena poco alentador, no lo fue para la geofísica danesa Inge Lehmann, quien en 1936 logró uno de los descubrimientos más importantes en las geociencias y que le aseguró un lugar privilegiado en la historia de la ciencia: halló que el núcleo de la Tierra está dividido en dos, una parte líquida (externo) y una sólida (interno).
Un fuerte sismo cerca de la costa de Nueva Zelanda, en 1929, fue la oportunidad perfecta para que Lehmann lograra ver cómo estaba constituida la Tierra en su interior. Cada vez que tiene lugar un sismo –ya sea de manera natural o producto de explosiones–, diferentes ondas sísmicas viajan a través del planeta y permiten a los científicos estudiar su interior de forma indirecta.
Dos señales sísmicas fueron analizadas por Lehmann: las ondas P (primarias o compresionales) y las ondas S (secundarias o de cizalla). Estas viajan a través de materiales sólidos y líquidos de diferentes maneras. Ahí estuvo la clave: las ondas S no se propagan en medios líquidos, mientras que las ondas P sí lo hacen.
Esto llevó a Lehmann a interpretar que la no transmisión de ondas S en una región del núcleo se debía a que estaba dividido en dos: uno interno sólido y uno externo líquido.
La hipótesis de Lehmann fue confirmada en 1970 cuando sismógrafos con mucha mayor sensibilidad detectaron la deflexión de estas ondas –la forma como se doblan al interactuar con algo– con el núcleo terrestre, lo que permitió definir lo que hoy conocemos como “zona de sombra de ondas S”. Esto le mereció el reconocimiento más alto otorgado por la Unión Geofísica Americana (AGU, por sus siglas en inglés), en 1971.
También se le reconoce el estudio del comportamiento del manto terrestre bajo la corteza continental y la corteza oceánica. Por ello, a la zona de transición (donde las propiedades de las ondas P y S cambian ligeramente debido a la composición), ubicada a aproximadamente 220 kilómetros de profundidad, se le llama discontinuidad de Lehmann, pese a que su existencia aún es debatida entre la comunidad científica.
Sus hallazgos y grandes contribuciones a la ciencia también la hicieron merecedora de un homenaje por parte de la Unión Astronómica Internacional, que bautizó con su nombre el asteroide 5632.
kal