Mientras hoy se preparan para Halloween, hace 25 siglos en las islas británicas los pueblos celtas se alistaban para comenzar el año nuevo y para pasar de un periodo de luz a uno de oscuridad.
La celebración, llamada Samhain, que significa ‘final del verano’, establecía la última cosecha del año (lo que decantaría en la tradición de las calabazas) y el comienzo del invierno. Esta era una época temida porque, según sus creencias, se abría una brecha entre nuestro mundo y el mundo sobrenatural por la que los muertos llegaban a cometer fechorías y dañar las cosechas.
Para los celtas, la ventana hacia el mundo sobrenatural era un grupo de estrellas jóvenes y azuladas que, cuando se posaban justo sobre sus cabezas en lo alto del firmamento (el cenit) a la medianoche marcaban el comienzo del Samhain.
Este grupo de estrellas es el conocido cúmulo de las Pléyades, que se aprecia a simple vista y que está a un lado de la constelación de Tauro, a 440 años luz de la Tierra. En nuestra noche de Halloween no tendremos a las Pléyades en el cenit.
Pero Halloween tiene más relación con los movimientos de la Tierra. Recordemos que la traslación de la Tierra en su órbita elíptica alrededor del Sol define momentos en los que el planeta se encuentra en los puntos más alejados de la órbita –solsticios– y los más cercanos –equinoccios–. Estos momentos definen las estaciones en la Tierra, entre las cuales están las llamadas fechas interestacionales.
Halloween es precisamente una fecha interestacional, pues se da aproximadamente en la mitad entre un equinoccio y un solsticio. Para los habitantes del hemisferio norte, el invierno comenzará unos 45 días después de Halloween, pero para los antiguos celtas desde ya se marcaba el comienzo de los días más cortos, adentrándose en la época más oscura, hasta la llegada de Beltine, el primero de mayo, otra fecha interestacional en la que regresan la luz y la vida.
kal