La persona más anciana de la que se tiene testimonio murió en 1997 a los 122 años y 164 días. Se trataba de la francesa Jeanne Louise Calment. Practicó esgrima hasta los 85 años y solía andar en bicicleta hasta cumplir un siglo de edad, sin embargo fumó hasta los 120 años, aunque se dice que nunca más de dos cigarrillos al día. Sus verdaderas adicciones eran el chocolate y el aceite, sin olvidar sus copas de oporto.
En qué proporciones nuestra longevidad depende de los hábitos de vida y de la lotería genética. El genetista Ali Torkamanni, del Instituto de Investigación Scripps en La Jolla, California, EU, ha estudiado la relación entre edad avanzada y enfermedad desde hace muchos años. Desde hace una década sus investigaciones se han centrado en el estudio de personas de más de 80 años de edad que no habían presentado signos de alguna enfermedad crónica. Al estudiar su ADN se dio cuenta que sus variantes genéticas no estaban claramente relacionadas con su larga vida, pues contra el cáncer, los accidentes cerebrovasculares o la diabetes sus organismos no mostraban cierta ventaja genética, a diferencia de cuestiones relacionadas con los riesgos de contraer enfermedades neurodegenerativas como el Alzheimer.
Los secretos de los telómeros
Es así que las investigaciones sobre el ADN han intentado profundizar cada vez con más fuerza en el funcionamiento de nuestros componentes genéticos para lograr luchar de forma anticipada contra la muerte. Muchas de estas batallas giran en torno a las terapias génicas, las estrategias utilizadas para manipular la información de las células con un fin determinado, como el caso de Elizabeth Parrish, la paciente cero de un polémico tratamiento que a grosso modo consiste en la inyección de un gen que suele aumentar el crecimiento muscular en primates, así como un virus con material genético que favorece la producción de telomerasa, una enzima que permite el alargamiento de telómeros.
Parrish tiene 45 años, un hijo con diabetes tipo 1 y es también la directora ejecutiva de BioViva, la empresa estadounidense de biotecnología que experimenta con esta terapia que actúa sobre los extremos de los cromosomas, conocidos como telómeros, ¿pero qué relación tienen los telómeros con el paso del tiempo? Se trata de partes del ADN no codificante cuya función principal es proporcionar estabilidad estructural a los cromosomas. En este sentido, algunas teorías sobre el envejecimiento parten de la idea de que los telómeros son como “los relojes” de las células.
Aunque los telómeros fueron descubiertos durante la década de los treinta del siglo XX, realmente se llegó a profundizar en su función molecular desde principios de este siglo. Actualmente algunos de los planteamientos más poderosos sobre sus funciones consisten en que su desgaste, durante el transcurso de los ciclos celulares, va impidiendo la función protectora del cromosoma, por lo que se vuelve inestable ocasionando que las células sean incapaces de duplicarse y se empiece a activar su muerte. Pero por otra parte, muchas células cancerosas reactivan la función de los telómeros favoreciendo la proliferación de los tumores, por lo que su estudio y la incidencia en su actividad, más allá de convertirse en la fuente de la eterna juventud, podría evitar la proliferación de células malignas abriendo posibilidades para tratamientos contra el cáncer.
Algunos de los estudios más serios al respecto han sido realizados por el Centro Nacional de Investigaciones Oncológicas (CNIO) en Madrid. Sus investigadores, en colaboración con otros científicos de instituciones españolas, han desarrollado terapias génicas en roedores que han logrado prolongar la vida de los ratones en más de un 20%, pero para especialistas de este centro todavía hay muchos riesgos para intentarlo en humanos.
Es precisamente por esta razón que la comunidad científica ha criticado fuertemente la decisión de Parrish, pues para muchos sólo es una empresaria tratando de vender un producto e incluso el tratamiento tuvo que ser aplicado fuera de los EU para no enfrentar las prohibiciones de la FDA. Ella se ha defendido diciendo que por la enfermedad de su hijo, está dispuesta a probar una terapia génica que podría ir más allá de disminuir la edad biológica. Los reportes de Parrish explican que los telómeros de sus células crecieron de 6.71 a 7.33 kb, de septiembre del 2015 a marzo del 2016. Sin embargo, para otros especialistas, como los del mencionado centro español, este crecimiento es un determinante poco confiable de lo que realmente sucederá, pues se necesitarían aún muchos estudios y más grupos de pruebas para poder garantizar algo al respecto.
De cualquier forma, con Parrish o no de por medio, los estudios sobre estos componentes celulares continúan en laboratorios de todo el mundo, incluso en las investigaciones de la NASA que buscan llevar a los humanos a Marte. Estas investigaciones podrían ser una esperanza real para padecimientos asociados con la edad, como la osteoporosis, la resistencia a la insulina y enfermedades ligadas a la coordinación neuromuscular. De hecho, durante el desarrollo de estas investigaciones cada vez se encuentran más enfermedades en pacientes que han nacido con mutaciones en los telómeros. Este es el caso de la fibrosis pulmonar y otras enfermedades relacionadas con el mal funcionamiento de la médula ósea.
Mitocondrias al rescate
Pero no sólo se trata de soplar el mayor número de velitas sobre el pastel y los telómeros no son los únicos protagonistas para luchar contra los efectos del tiempo. Para la comunidad científica el punto en realidad es poder luchar contra las enfermedades crónicas y el declive cognoscitivo que empiezan a taladrar la vida humana en un camino sin retorno. En este sentido las mitocondrias también podrían contener algunas pistas para librar esta batalla. En una publicación de la revista Nature de mediados de julio, se subrayaba la importancia de las mitocondrias en este proceso.
José Antonio Enríquez, del Centro Nacional de Investigaciones Cardiovasculares (CNIC), es uno de los líderes de la investigación que marca que las mitocondrias funcionan como productoras de energía de las células que tienen sus propios genes (37 en total) y son altamente variables en comparación con el ADN nuclear integrado por más de veinte mil genes en una sola célula. Los investigadores piensan que estas variaciones del genoma mitocondrial son responsables de la adaptación a diferentes circunstancias externas que determinan la supervivencia de los individuos.
Las investigaciones realizadas con ratones han demostrado que al generarse en el laboratorio una discrepancia entre el ADN de las mitocondrias y el nuclear, las células activan mecanismos de protección que se traducen en cuestiones que van desde una mejor regulación de azúcares y grasa en los organismos hasta un mejor funcionamiento del corazón. En el caso de las hembras incluso se extiende su periodo de fertilidad.
Estas investigaciones son importantes porque ofrecen una nueva mirada sobre el proceso del envejecimiento y los factores que lo limitan con mayor facilidad, pues los investigadores comparan los efectos de esta discrepancia entre el ADN mitocondrial y nuclear con los beneficios que se consiguen con la actividad física mediante la que se activan mecanismos antioxidantes y se fomenta la respiración celular. Es así que en cierta forma la ruleta rusa de cuáles son las discrepancias naturales en cada individuo entre estos dos tipos de ADN, son los que también pesan sobre la balanza en el hecho de que algunas personas envejezcan antes que otras.
El único país donde ha sido aprobado el trasplante de mitocondrias es en Reino Unido, donde se busca prevenir el desarrollo de enfermedades mitocondriales mediante una técnica que combina el ADN de tres progenitores, sin embargo los investigadores esperan que en un futuro esto también esté disponible para combatir los efectos del envejecimiento no con más años de vida, pero sí con calidad de vida en personas que naturalmente tienen limitadas estas posibilidades.