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Desde que la política sometió sus diferencias a la decisión de los tribunales, la preocupación de qué tanto se politizaría la justicia y en qué medida ello abonaría a contener los excesos del poder se hizo patente. No hay duda, en este sentido, que si un tribunal se encuentra en medio de la política, como un factor determinante para que los desencuentros se pacifiquen en beneficio del sistema representativo y la salud de la democracia, ese es el TEPJF.
Han pasado poco más de dos años desde su más reciente integración y lo que advierte cualquier espectador es una justicia electoral sumida en una crisis profunda, que solo se explica por la intensa presencia de los intereses políticos que le circundan y por la suma de actitudes individuales que han fomentado un desencuentro personal pocas veces visto.
Lo que emana de las sesiones públicas y lo que ha trascendido del pleno privado, una sede en teoría reservada, constatan que la política ha logrado instalarse al interior de la Sala Superior, acompañada de su inmensa capacidad de presionar, amenazar, incidir, prometer y amagar a sus integrantes, y condicionar el funcionamiento de sus estructuras internas.
La forma como se definieron sus siete integrantes, su perfil individual, su mayor o menor conocimiento de lo electoral, su experiencia jurisdiccional y su bagaje académico favorecieron la súbita conformación de dos bloques rígidos y definidos por su coloración, que en poco tiempo propició que los asuntos más polémicos se resolvieran con votación de 4-3 y frecuentemente con el voto decisivo del presidente.
Su heterogénea integración en poco ha abonado al incremento de la legitimidad de la institución, y las distintas lecturas permitidas por las reglas electorales han dado la justificación perfecta para desvelar antagonismos, exacerbar diferencias y remarcar posiciones personales, nulificando las posibilidades del acuerdo y el consenso, incluso en aquellos temas en donde se esperaba que el TEPJF hablara con una sola voz.
Reivindicar una libertad interpretativa bajo el derecho de distanciarse de lo resuelto por integraciones anteriores introdujo nuevos márgenes de incertidumbre ante la facilidad para cambiar los criterios forjados históricamente, y la necesidad de abrir nuevas rutas interpretativas que en más de una ocasión han cedido a la porosidad de los intereses partidistas. No debe extrañar, por ende, que después de dos años sigamos sin advertir definiciones de política judicial sobre temas que resultan indispensables para terminar de perfilar nuestra normalidad democrática y en donde el consenso es obligado.
La falta de prudencia y sensibilidad para asumir una responsabilidad como la que se tiene asignada, se ha patentizado en varias ocasiones. Asombra, por ejemplo, la frecuencia con la que los magistrados se confrontan públicamente, desde cuestiones menores relacionadas con sus ausencias, hasta insinuaciones directas sobre la coloración política de los proyectos a discutir. Dichas diferencias han justificado la obstaculización de iniciativas internas y auspiciado vetos que se han vuelto sistemáticos.
En el extremo, se ha perdido la esencia de la colegialidad, imponiéndose las agendas individuales y el acomodo de estrategias para la búsqueda de respaldo a sus resoluciones a través del manejo discrecional del sentido de los proyectos, el cálculo de los tiempos en que los circulan, la manipulación de los plazos en los que deben resolver y la presión para que se deliberen cuando sea más favorable a ciertos intereses.
La manera en la que ha venido funcionando la Sala Superior ofrece argumentos para suponer que su crisis deriva de la lotificación inicial orquestada por el tripartidismo de entonces, de la ilegítima ampliación del mandato de sus magistrados, de los hilos conductores que hoy mantienen con quienes detentan el poder, y del traslado del sistema de cuotas a su interior, con el consecuente reparto de sus estructuras administrativas.
Esta realidad obliga a repensar el modelo de designación previsto, y definir si la SCJN debe seguir formando parte de él, porque al día de hoy no sabemos qué criterios guían la decisión de los ministros, y tampoco quién vota por quién, dando la sensación de que todo se define, una vez más, desde los intereses de la política. En ello, el replanteamiento de los perfiles es esencial para garantizar que sus magistrados militen menos, cooperen más y demuestren un auténtico compromiso democrático.
Si no nos hacemos cargo del futuro del TEPJF, en breve será una pieza más, si no es que ya lo es, de la abierta y permanente disputa por el poder. Es un llamado a tiempo. Si no lo atendemos, la justicia electoral tendrá mucho que perder y nuestra democracia poco que ganar.
Instituto de Investigaciones Jurídicas
de la UNAM. @CesarAstudilloR