Al igual que un ser vivo, nuestra incipiente democracia se ancla en presupuestos que le permiten mantenerse con vida, y en condiciones para desarrollarse, afianzarse y subsistir en el tiempo. La libertad de expresión constituye, sin duda, uno de esos presupuestos.

Si no nos damos cuenta de lo relevante que resulta el poder expresarnos cotidianamente tanto en nuestra vida privada como en el espacio público, de hacer valer nuestras opiniones, difundir críticas, socializar preferencias, oponer argumentos, rechazar iniciativas, objetar decisiones, poco a poco iremos perdiendo nuestra capacidad de intervenir en la discusión de asuntos que por ser públicos nos involucran a todos por igual.

Es así para los ciudadanos, pero lo es en mayor medida para quienes hacen de la política su actividad esencial, pues con independencia de su filiación ideológica resulta fundamental que puedan acceder al mayor número de plataformas televisivas, radiofónicas y digitales para hacer llegar sus posicionamientos al mayor número de auditorios.

En este contexto, no hay duda de que la manipulada publicitación de la lista de periodistas que obtuvieron ingresos del gobierno anterior ha venido a introducir una gota de veneno dentro del vaso de agua del que abreva nuestra joven democracia.

Nadie objeta que como ciudadanos tengamos derecho a saber en qué se gastan los recursos públicos. Lo que sorprende es la manera como se dio a conocer la lista de los periodistas. No se necesita ser muy perspicaz para advertir que la información brindada es parcial, que viene precedida de un discurso político que desde la campaña buscó desacreditar al gremio periodístico, y lo más peligroso, que busca incidir negativamente en la libertad bajo la que se guía el ejercicio periodístico.

Es información incompleta y, por ende, parcial, porque los recursos erogados para la propaganda gubernamental han sido cuantiosos en los sexenios anteriores, y con toda seguridad la lista es mucho más grande. Es información difundida interesadamente desde un manipulado discurso político al que no le importó distinguir entre la contratación de propaganda y el pago de plumas para hablar bien del gobierno y persuadir a la opinión pública, aun cuando son cosas muy diferentes que en algunos extremos pueden llegar a tocarse.

Pero lo que más preocupa es que detrás de ese impulso encubierto bajo la bandera del derecho a la información se esconde una amenaza abierta o velada hacia la libertad editorial de los medios de comunicación y contra la libertad de expresión de quienes ejercen el periodismo, la cual, de no detenerse a tiempo puede derivar en un instrumento de censura gubernamental o, incluso, de autocensura de los comunicadores.

No deja de ser sintomático, además, el tratamiento informativo que los medios oficiales de comunicación otorgan a la información que consideran de relevancia pública. Es verdad que las cadenas privadas pueden optar por la línea informativa o editorial que mejor les parezca, y que lo que esperaríamos de ellas es que tuvieran la honestidad de hacer pública esa preferencia. Es algo que siempre se cuestionó a Televisa, por ejemplo. Pero sobre los medios públicos reposan exigencias infranqueables orientadas a que se conduzcan con neutralidad, objetividad, completitud, imparcialidad, pluralidad y oportunidad, en aras de brindar un servicio informativo esencial para la democracia, al margen de los específicos intereses del gobierno.

Vemos, sin embargo, que el Sistema Público de Radio y Televisión ha empezado a operar bajo una concentración que busca uniformar contenidos, ensalzar la imagen presidencial y su discurso diario, priorizar la información afín al gobierno, y bajo un rasero que ha optado por reducir el pluralismo de voces, acallar los programas críticos, y comenzar a incubar nuevas emisiones totalmente volcadas a difundir las bondades de la 4T, sin el menor espacio para la crítica.

Sobre el mismo vaso de agua se ha vertido una nueva gota de veneno que, unida a la anterior, carecen todavía de la fuerza destructora para aniquilar a nuestra joven democracia, pero que sin lugar a dudas tienen la capacidad de dañar el funcionamiento de sus órganos, con la consecuente reducción de su vitalidad y con importantes secuelas para las condiciones de su salud futura.

Lo peor que puede ocurrirnos es dejar de advertir sobre un cáncer que avanza lenta pero constantemente, desdeñar los antídotos que hoy todavía tenemos con nosotros, y permitir que nos deslicemos paulatinamente hacia una democracia enferma que, de no sanar, deambulará aminorada y sin sostén, al grado que cuando busquemos recuperarla esté más cerca de la muerte que de la vida.

Instituto de Investigaciones Jurídicas
de la UNAM. @CesarAstudilloR

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