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Al igual que otras instituciones del Estado, las universidades públicas se encuentran en un momento complejo como consecuencia de un panorama político que ha cambiado diametralmente y que las empuja a asumir nuevos retos, justo en el momento en que algunas acaban de conmemorar su centenaria autonomía y otras, como nuestra UNAM, se encuentra celebrando el nonagenario de la suya.
Las dificultades no son nuevas. En el sexenio anterior algunas de ellas entraron en serias complicaciones para pagar la nómina quincenal, el aguinaldo y diversas prestaciones de sus académicos y administrativos, producto de una situación financiera negativa asociada a las cargas acumuladas por los progresivos compromisos sindicales.
A finales de 2017 su autoridad académica sufrió una profunda lastimadura cuando una investigación periodística desveló los entresijos de la estafa maestra, que desde 2010 utilizó a un puño de universidades y a más de un centenar de empresas fantasma para desviar millonarios recursos públicos, dejando al descubierto que ni siquiera dichos cónclaves se salvaban de una corrupción que logró corroer los extremos de nuestra vida pública.
Por si no bastara, el comienzo de la presente administración ha abierto un nuevo frente, ya que el desdén por la ciencia, la tecnología y la innovación, de la mano de una austeridad que parece no dejar a salvo ni siquiera a los sectores estratégicos del desarrollo, han comprometido la operación de diversos centros nacionales de investigación y la viabilidad de un abanico de proyectos académicos en curso, poniendo en predicamento la gestación de renovado conocimiento así como la formación de emergentes generaciones de hombres y mujeres de ciencia.
¿Qué hacer frente a este panorama poco halagüeño? La respuesta es compleja, pero lo peor que puede ocurrirnos es caer en la desorientación, el pasmo y la inacción, sobre todo cuando la ruta de navegación tiene en la autonomía a esa brújula que permite mantener un rumbo firme hacia el porvenir.
Acaso por ello, urge regresar a la esencia de la autonomía, no para agazaparse y pretender una extraterritorialidad en la que no tenga cabida la presencia del Estado, sino para demostrar que la libertad de conducción institucional se puede ejercer con responsabilidad y alto compromiso social.
La posibilidad de que las universidades sean arquitectas de su propio destino, implica una habilitación especial para que puedan gobernarse a sí mismas, con todo lo que ello supone. Sin embargo, no puede pasar inadvertido que cada tramo de esa autonomía debe revisarse, reimpulsarse y fortalecerse de cara al futuro.
Como exigencia interna, cada universidad tiene ante sí el imperativo de valorar sí sus parámetros para definir la legitimidad y el perfil de sus rectores, cuerpos directivos y funcionarios es el adecuado, sí sus órganos colegiados están cumpliendo con su función de equilibrio y contrapeso, sí sus estructuras están acomodadas a la consecución de los objetivos nacionales en materia de educación, ciencia y tecnología, sí sus carreras, posgrados y programas de estudio responden a las necesidades nacionales y regionales del presente y el futuro, sí las características de sus claustros académicos garantizan una renovación generacional con perspectiva de género; sí se están generando las condiciones ambientales para procurar la integridad de quienes conviven en los espacios universitarios, y brindando a sus estudiantes una formación integral al margen de su preparación académica. Y también, sí lo que se ha logrado en materia de transparencia, austeridad y rendición de cuentas es suficiente para dar testimonio del buen uso de los recursos públicos.
Al margen de esta introspección, bien harían en dar un paso adelante e impulsar una convención nacional universitaria y activar un mecanismo de dialogo permanente sobre la educación superior en el que se comprometan a compartir buenas prácticas, fortalecer sus alianzas y a pergeñar un embrionario sistema nacional universitario que, respetando su autonomía, siente las bases para promover una homologación esencial en lo institucional y lo académico, con miras a reducir la diametrales diferencias entre quienes se gradúan en Derecho, Ingeniería o Química en entidades del norte, el centro o el sur del país, y con capacidad de diagnosticar fortalezas y debilidades para que aquellas que estén en mayor fragilidad encuentren mecanismos de apoyo y cooperación para reposicionarlas en beneficio de su relevante función social.
El porvenir parece preocupante, pero hay brújula, y hay una vibrante comunidad académica que desde todos los extremos del país se encuentra comprometida a aportar responsablemente sus conocimientos en beneficio del destino de su universidad. Dialoguemos entre instituciones y entre universitarios.
Ex Abogado General de la UNAM.
@CesarAstudilloR