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La reforma electoral de noviembre de 2007 sentó las bases para diferenciar la propaganda política de la gubernamental con la intención de distinguir los mensajes emitidos en el contexto de las elecciones, bajo la expectativa de influir en el ánimo de los votantes, y aquellos dirigidos a informar abiertamente sobre la acción pública gubernamental.
A 10 años de distancia, la carencia de la respectiva ley reglamentaria ha generado el efecto contrario, al permitir que las instituciones y sus titulares hayan podido difundir mensajes orientados a posicionar sus logros y su imagen vía ingentes cantidades de dinero público, alrededor de 9 mil millones al año, bajo el camuflaje de una pretendida labor de información de su actividad institucional.
Tuvo que intervenir la SCJN para dejar en claro que la inacción del Congreso ha vulnerado sistemáticamente el orden constitucional, y afectado sensiblemente la libertad de expresión y el derecho a la información ante el uso arbitrario y discrecional con el que se reparte la publicidad oficial entre los medios de comunicación.
El proyecto de Ley de comunicación social que en breve será discutido en la Cámara de Diputados, lejos está de ofrecer un marco jurídico adecuado para garantizar el derecho a estar informados sobre la labor del Estado y para atajar el abuso del dinero que se gasta en publicidad.
Es así porque en esencia, regula una comunicación social que busca institucionalizar la difusión del quehacer gubernamental mediante campañas de autoreconocimiento dirigidas, así sea veladamente, a ensalzar su gestión, sus logros, y atraer adeptos a los políticos de turno, y no al importante propósito de socializar información bajo una exigencia de neutralidad que obstaculice cualquier tipo de influencia o condicionamiento subliminal. No existe en el proyecto disposición alguna para determinar qué tipo de información debe considerarse de utilidad pública o relevancia social, lo cual constituye el presupuesto indispensable para proceder a su difusión general.
Preocupa también la forma como se contempla la participación de los medios de comunicación, ya que tampoco existen reglas para saber cuándo procede una campaña de comunicación en la TV, en la radio, en la prensa o en los medios digitales o electrónicos. Se echa de menos la regulación de los más elementales criterios de adjudicación que obliguen a justificar por qué se otorga un contrato publicitario a un medio y no a los demás, aun cuando esto fue objeto de múltiples comentarios de los ministros de la Corte cuando analizaron el tema. Dejar suelta esta determinación vuelve a la publicidad gubernamental objeto de negociación política. Falta, además, una directriz que introduzca el criterio de equidad en la asignación, para que la línea editorial que manejan los distintos medios no sea un criterio de exclusión que restrinja indirectamente la libertad de expresión.
El proyecto deja de atajar la abierta promoción de servidores públicos, camuflada de informes de gestión que se financian con recursos públicos, sino que los normaliza, aun cuando ésta y la correspondiente disposición de la LGIPE son abiertamente inconstitucionales.
La distribución de los tiempos fiscales del Estado para este propósito parte de considerar que lo que tiene que publicitar el Ejecutivo es más relevante que lo que tienen que decir los demás poderes públicos. Sería más pertinente reservar una tercera parte de esos tiempos a las entidades federativas, para que pudieran reconducir esos ahorros a distintas necesidades sociales.
Si bien se contempla la planificación anual de las campañas de comunicación social, se ha abierto la puerta a los “mensajes extraordinarios”, que pueden incentivar la difusión de campañas diseñadas abruptamente para atender necesidades coyunturales que pueden tener propósitos electorales. En este sentido, es importante un compromiso legislativo a favor de presupuestos rígidos, para que los gobiernos estén impedidos de gastar más de lo que originalmente se presupuestó para este rubro.
Finalmente, sí estamos intentando regular la obligación de informar la actividad pública, parecería mucho más sensato conferir la planeación y evaluación de los programas de comunicación social y la regulación del gasto en la materia a los 33 institutos de acceso a la información del país. Confiar lo anterior a instancias de carácter político manda un mensaje directo y contundente de que quién quiera tener contratos publicitarios debe estar bien con el gobierno en turno, porque al final del día, como dice aquella máxima, ningún gobernante paga para que le peguen. Estamos a tiempo de ajustar ese proyecto. Ojalá la representación popular demuestre altura de miras.
Académico de la UNAM