Las encuestas representan un poderoso instrumento para el diseño de cualquier campaña electoral. Logran captar las percepciones, actitudes, preferencias y gustos de la ciudadanía, y con base en la información que arrojan, permiten delinear estrategias políticas diversificadas, a partir de las fortalezas de los candidatos y los grupos a los que se quiere atraer.

Las encuestas electorales encontraron asidero firme en nuestro país a partir de las elecciones de 1988. Su instalación en el corazón de las contiendas produjo la exigencia de regularlas a través de reglas cada vez más rigurosas, y de darles un seguimiento más cercano por parte de las autoridades electorales. Así, la reforma de 2014, interesándose en aquellas encuestas que dan a conocer preferencias o tendencias electorales, determinó que correspondería al INE establecer lineamientos para regular su realización en elecciones, al tiempo que prohibió su difusión en la antesala y el día de las elecciones, y ordenó informarle, junto a los OPLES, la metodología utilizada, el dinero empleado y su origen, el personal responsable y los resultados obtenidos, para ejercer el seguimiento y control correspondiente.

En el proceso electoral en marcha, semejante a lo ocurrido en las elecciones de 2006 y 2012, aunque a diferente escala, asistimos a una feria de encuestas que, con independencia del cumplimiento de la normatividad electoral, evidencian que los partidos han logrado tropicalizarlas, hasta darles una nueva orientación.

En efecto, hoy las encuestas tienen un propósito preponderantemente publicitario, ya que se han convertido en el pretexto perfecto para abrir una vía flexible de comunicación entre los ciudadanos y quienes aspiran a un cargo, compiten internamente por una nominación o luchan por hacerse del sufragio popular.

Así, discurren por un lado los spots que transmiten ideas o propuestas intencionalmente dirigidas a que el público las interiorice, y fluyen, por el otro, los discursos en la prensa, las entrevistas en radio y tv, las intervenciones en paneles, las interacciones en redes sociales y los envíos de whatsapp que los interesados publicitan, con base en los resultados de las encuestas, para señalar que son los más conocidos o los mejor posicionados entre un abanico de aspirantes, si lo que buscan es abrirse paso para llegar a la precampaña. En un momento posterior, las usan también para hacer saber que son competitivos, que tienen los menores negativos o que van en ascenso en las preferencias, si están empeñados en obtener la nominación en las precampañas. En campaña, las explotan para afirmar que el candidato, partido o coalición que representa están instalados en el primer lugar de las preferencias, que han aumentado la ventaja frente a competidores, que han escalado rápidamente posiciones o que se mantienen en una curva ascendente para cerrar el margen de distancia que los separa de los punteros.

La necesidad de posicionar la posición del candidato en cada tramo de la contienda, valga la redundancia, explica la celeridad con la que se suceden las encuestas y el papel protagónico que han adquirido en las elecciones. Apenas sale una en un sentido, se prepara otra para contrarrestar su efecto. Y dado que los lectores difícilmente revisan los criterios científicos que las sustentan, logran confundir, anidar percepciones, generar corrientes de opinión, predeterminar preferencias, orientar el sentido del voto e, incluso, modificarlo en las urnas para conferirle un sentido útil. A ello han contribuido algunos medios de comunicación, quienes en aras de ofrecer la radiografía electoral del momento, de servir veladamente de portavoces de algún candidato o de influenciar abiertamente al auditorio, se han prestado, en el extremo, a la realización de encuestas diarias, como si la voluntad de los electores fuera de una maleabilidad tal que pudiera cambiar en horas.

No hay duda que es aconsejable atemperar el uso, pero sobre todo el abuso de estas prácticas. Primero, porque van a contracorriente de una premisa esencial de las elecciones: la incertidumbre en los resultados electorales, cuyo valor debe procurarse hasta el día de la votación, eliminando injerencias orientadas a posicionar en el subconsciente ciudadano que los dados están echados, que ya hay ganador, y que sólo falta formalizarlo el día de los comicios. Y segundo, porque lo peor que nos puede pasar es que la feria de las encuestas sirva de caldo de cultivo a la de por sí arraigada feria de las desconfianzas.

Académico de la UNAM. @AstudilloCesar

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