Los sismos que acabamos de vivir no sólo tuvieron la fuerza para mover la tierra, cimbrar edificios y derrumbar construcciones, sino también para sacudir a los partidos políticos, haciéndoles ver que hay mejores destinos para los inmensos caudales de dinero que reciben de las arcas públicas.

A lo largo de estos días, hemos sido testigos de un choque mediático, en el que los partidos luchan por ganarse las simpatías perdidas, a partir de propuestas del más diverso cuño, de las cuales reivindican su paternidad.

Algunos, con la mira en el corto plazo y el interés del aplauso fácil, arguyen que para responder a la emergencia están dispuestos a otorgar una determinada cantidad de dinero o un porcentaje de su financiamiento público, cuando en realidad están solamente dispuestos a entregar lo que corresponde al financiamiento de este 2017, a sabiendas que en enero de 2018 todo volverá a la normalidad, al menos para ellos, pues volverán a recibir financiamiento ordinario y prerrogativas de campaña, tanto a nivel federal, como en cada una de las entidades federativas. No es esta, una solución comprometida, responsable, ni de largo aliento, si tenemos en cuenta las grandes necesidades sociales a afrontar.

Otros, con una visión más amplia han advertido que la tragedia es de una magnitud tal que difícilmente saldremos de ella en breve tiempo, y que estamos ante el impuso definitivo para desmontar un conjunto de privilegios que no se justifican en un país con tantas carencias como el nuestro. Luego de 40 años de tener en el Estado a su benefactor principal, han propuesto una solución de largo aliento que, a través de una reforma, desprenda dichos privilegios del ámbito que les garantizaba permanencia e inmutabilidad: la Constitución.

En efecto, desde hace décadas anidaron en la norma más relevante del país los dineros, franquicias, spots y demás apoyos hacia los partidos, y más recientemente para los independientes. La protección de ese privilegio fue tan cuidadosa que hoy en día resultaría ilegal que un partido político donara sus recursos a una causa altruista, o que el INE, por voluntad propia, los retuviera y los mandara a una institución de beneficencia, o incluso los regresara a la tesorería, dado que quedaron perfectamente etiquetados para el gasto de los partidos, los candidatos y sus campañas.

En este sentido, la reforma constitucional representa, sin duda, la solución jurídica más sólida, la de mayor alcance y la que expresa un mayor compromiso de los partidos con la sociedad. Logra hacer frente a la emergencia, pero no caduca después de ella. Tiene una vocación de permanencia que permitirá, en el futuro inmediato, poner una barda en lugar de un espectacular, levantar un poste en lugar de colgar pendones, reconstruir una escuela en vez de acarrear votantes, edificar viviendas en vez de sufragar un mitin.

Si existe una voluntad política real, la reforma constitucional podría ser aprobada en breve tiempo, tal y como ocurrió ante otro caso excepcional, en la antesala de las elecciones de 1994. La reforma generaría efectos desde su aprobación, con lo cual el ahorro para 2018 sería de aproximadamente 12 mil millones de pesos. Es verdad que la Constitución prohíbe realizar cambios a las reglas una vez iniciado el proceso electoral, pero también lo es que esa regla aplica para condiciones de completa normalidad y no para situaciones de extrema emergencia que, por su propia naturaleza, son excepcionales, y que, en ese sentido, requieren de decisiones igualmente singulares.

Hecha la reforma, el legislador podría comprometerse a realizar los cambios necesarios en la ley, o habilitar excepcionalmente al INE para que regule la forma en que simpatizantes, militantes y funcionarios contribuyan con sus partidos, delimite el financiamiento privado que indefectiblemente habrá de suplir al dinero público, y fortalezca los obstáculos y controles a las fuentes del financiamiento ilícito que, sin duda, se están frotando las manos para acudir en auxilio de los partidos en desgracia.

Abrir el financiamiento privado no significa privatizar las elecciones ni hacer sucumbir a los partidos ante los poderes fácticos. Significa abrir una nueva etapa en donde las elecciones no sean una carga para las personas y el erario público, sino para los propios partidos y sus seguidores, como sucede en muchas partes del mundo.

Académico en la UNAM

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