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El 11 de diciembre de 2006 marcó la historia de México como pocos eventos lo han hecho en la historia reciente. Apenas unos días después de tomar protesta como presidente, el gobierno de Felipe Calderón anunció el Operativo Conjunto Michoacán para hacer frente al crimen organizado. El operativo consistió en un despliegue de 4,260 elementos de la Sedena. Menos de un mes después, el gobierno federal envió otros 3,500 efectivos del Ejército a Tijuana. Para el 21 de enero de 2007, se anunciaron nuevos operativos en Guerrero, Chihuahua, Durango y Sinaloa. A Guerrero fueron desplegados inicialmente 6,388 soldados, en la Operación Conjunta Sierra Madre (Chihuahua, Durango y Sinaloa) 9,054. Muchos leímos el despliegue masivo del Ejército como una forma de legitimar a un gobierno acusado de ganar la Presidencia de forma tramposa. Mientras Calderón desplegaba al Ejército y aparecía en medios vestido de militar y rodeado de generales, López Obrador acusaba un fraude de Estado para robar las elecciones.
Doce años después tenemos información suficiente para afirmar que desplegar a las fuerzas federales en el país y militarizar la seguridad pública no sirvió para contener la violencia. Al contrario, resultó en su aumento. Homicidios, secuestros, robos de autos, a instituciones bancarias, ejecuciones extrajudiciales, aumentaron a partir del despliegue federal. Llevó también al deterioro de las fuerzas policiales y debilitó al Estado. En algunos casos, las policías simplemente desaparecieron, en otros, se unieron a las organizaciones delictivas. La estrategia de decapitación de cárteles, además, multiplicó el número de grupos delictivos en el país. Año tras año vemos más y más recursos del Estado destinados a seguridad —principalmente a las Fuerzas Armadas— y menos a educación, salud, vivienda. Cada vez el Estado mexicano está menos presente como prestador de servicios y más como fuerza armada, como agente de preservación del orden a través del ejercicio de la violencia.
La estrategia de despliegue militar no funciona porque está basado en la vigilancia externa, no en la participación ciudadana. No apuesta por la construcción de estrategias, ni instituciones, de seguridad locales sino que intenta imponerlas desde el gobierno central, por decreto y por la fuerza. Para ser duradera, sin embargo, la seguridad debe construirse desde cada cuadra, cada colonia, cada municipio. Enviar al Ejército a pacificar una localidad puede parecer sensato como estrategia de corto plazo para contener la violencia, pero si no se construyen instituciones locales, a su retiro queda un vacío, a menudo mayor del que existía. Se trata además de un modelo que colapsa la seguridad pública y la seguridad nacional, tratando a ambas como iguales, con las mismas estrategias e instrumentos, a pesar de ser fenómenos muy distintos. Querer usar a las fuerzas federales para resolver problemas de violencia familiar, comercio informal o delitos de lesiones es un error.
A pesar de la evidencia en contra del despliegue federal, la nueva administración ha decidido poner toda su fuerza y legitimidad política en la creación de la Guardia Nacional: un cuerpo de formación y mando militar que dependerá de la Sedena. Esta institución militar se hará cargo de la seguridad pública según se decida desde el gobierno federal. Pero para darle vida es necesaria una reforma constitucional, pues nuestra Constitución prohíbe la participación militar en tareas de seguridad pública.
La Guardia Nacional significa la claudicación de uno de los compromisos básicos planteados en nuestra Constitución desde hace más de 100 años: que los militares, salvo declaratoria de guerra, deben estar en los cuarteles. Es también el abandono del proyecto de una nación civil. Es optar, tal como lo hizo Felipe Calderón hace 12 años, por el fortalecimiento del Estado desde el brazo armado, desde los balazos. ¿Qué hace pensar que el despliegue militar esta vez tendrá resultados diferentes?
División de Estudios Jurídicos CIDE.
@ cataperezcorrea