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“Cuando algún familiar está en la cárcel cambia completamente la vida de su familia”, decía una mujer que llegaba al Centro de Readaptación Social a visitar a su hija, sentenciada a 10 años de prisión por delitos contra la salud. “Los familiares de los internos no tenemos vida propia”, decía otra de las visitantes.
Los datos corroboran que cuando una persona es encarcelada cambia, de forma permanente, su vida y también la de su familia. Quien es encarcelado(a) queda marcado no solo por las malas condiciones carcelarias que ponen en riesgo la salud e incluso la vida, sino también por el estigma que conlleva el paso por la cárcel. Conseguir un trabajo o un préstamo se vuelve aún más difícil. Para las familias, las visitas a los centros penitenciarios —que suelen estar retirados de las comunidades— y la necesidad de proveer comida y enseres para los familiares, se convierte en el centro de su vida. Así, tener un familiar en la cárcel implica aislarse de amigos y familiares, perder un trabajo o hacer dobles turnos en empleos informales que permitan faltar cuando es día de visita, mudarse de casa y tener problemas de salud. Los y las hijas de quién es puesto en prisión, como de quién cuida de los detenidos, son desatendidos a raíz del encarcelamiento, alimentando las condiciones que llevan a tener conflictos con la ley. Algunos niños abandonan la escuela o comienzan a tener problemas escolares, otros presentan problemas de salud, otro tanto se ve obligado a trabajar. La mayoría son discriminados.
Todos esos costos (daños) resultan inaceptables cuando vemos que quien es puesto en prisión cometió algún delito no violento, por necesidad, y no hay víctimas directas. Tal es el caso de la mayoría de las casi 3 mil mujeres hoy encarceladas en México por delitos de drogas. Se trata, en gran medida, de mujeres con escasa educación, que son cabeza de familia, con niños pequeños o adultos mayores que dependen de ellas. Están privadas de la libertad acusadas o sentenciadas de cometer delitos de bajo nivel, como transporte (delito que a pesar de ser no violento conlleva una sentencia máxima de 25 años), posesión o comercio. Algunas fueron coaccionadas por sus parejas para cometer el delito, otras simplemente fueron orilladas por la situación de pobreza.
Pero a pesar de los graves daños personales y sociales que su encarcelamiento ocasiona, injustificables frente al supuesto daño de su conducta, su encarcelamiento afecta poco o nada el mercado ilegal de drogas y no mejora la seguridad pública. Al contrario, como señala la Guía sobre mujeres, política de drogas y encarcelamiento de WOLA, IDPC, OEA, etc., “la prisión suele empeorar la situación, dado que reduce la posibilidad de que encuentren un empleo decente y legal cuando recuperan la libertad, lo que perpetúa un círculo vicioso de pobreza, vinculación a mercados de drogas y encarcelamiento.”
Frente a esta realidad, Equis Justicia para las Mujeres y WOLA (Washington Office on Latin America), promueven la amnistía de las mujeres que actualmente están procesadas o sentenciadas por delitos no violentos contra la salud. La iniciativa busca que estas mujeres sean liberadas de antecedentes penales, procesos y puestas en libertad. Se trata de un primer paso para resarcir los daños ocasionados por una política de drogas desprovista de perspectiva de género, proporcionalidad o sentido de justicia que ha dañado a miles de mujeres y sus familias. Si bien es cierto que si esta medida no está acompañada por políticas de reinserción social y cambios a las leyes de drogas, el efecto será coyuntural; también lo es que muchas mujeres —y familias— que hoy viven este drama serán beneficiadas.
El Plan Nacional de Desarrollo promete un cambio en la política de drogas. Este cambio debe incluir a las mujeres que hoy inútilmente llenan nuestras prisiones. #LiberarlasEsJusticia
División de Estudios Jurídicos CIDE.
@ cataperezcorrea