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La semana pasada, la mayoría de senadores (con 91 votos a favor y 18 en contra) aprobó cambiar la Constitución para ampliar la lista de delitos para los que la prisión preventiva se aplica de forma obligatoria. A la larga lista de delitos que establecen esta medida (que incluye violación, el homicidio, el secuestro, los delitos de delincuencia organizada, contra la salud, ente otros), se agrega ahora el abuso o violencia sexual contra menores, el feminicidio, el robo a casa habitación, el uso de programas sociales con fines electorales, el enriquecimiento ilícito, el robo a transporte de carga, delitos en materia de desaparición forzada y desaparición, delitos en materia de armas de uso exclusivo de las fuerzas armadas, de hidrocarburos, petrolíferos y petroquímicos, y corrupción. La propuesta busca que para todos estos delitos se niegue, por ley y sin atender a las circunstancias del caso, la posibilidad de llevar el proceso penal en libertad hasta que se dicte sentencia. Basta que se inicie un proceso penal, señalado a alguien como posible responsable, para que aplique la medida y quede en prisión los meses —o años— que dure el juicio, sin importar si es culpable o no. De aprobarse la reforma en la cámara de diputados, se estará anulando la presunción de inocencia que exige que nadie sea castigado hasta que no sea declarado culpable.
Suena bien que el Estado asegure que quienes cometan estos delitos sean efectivamente sancionados. Después de todo, ¿quién no desea impedir que delincuentes salgan libres a cometer nuevos delitos? La realidad, sin embargo, es que la prisión sin sentencia rara vez sirve para combatir la impunidad. Más bien premia la ineficiencia de los ministerios públicos, fomenta el uso arbitrario del derecho penal y alienta la fabricación de culpables.
Hoy, para cualquier delito que no esté incluido en la lista de prisión preventiva oficiosa, existe la posibilidad de usar esta medida, pero el ministerio público debe pedirla ante el juez y argumentar que es necesaria para que los jueces la ordenen. No lo hacen por falta de preparación y porque hacerlo implica trabajo. La prisión automática es la salida fácil para subsanar la incapacidad de los ministeriales. De manera preocupante, hace de lado a los jueces, cuya función es prevenir el uso discrecional del derecho penal por parte de los ministerios públicos. No olvidemos que serán los ministerios públicos que hacen de la denuncia un viacrucis —y que frecuentemente fabrican culpables—, quienes tendrán en sus manos la aplicación de esta norma. Recordemos además que nuestro sistema suele castigar la pobreza, no la violencia. Las cárceles mexicanas están llenas de personas jóvenes de bajos recursos que cometieron delitos menores o que carecieron de una defensa seria. Estos mismos jóvenes serán quienes queden en prisión sin sentencia. Sus familias, pagarán el costo económico y emocional de tener a un familiar en prisión. Sancionados todos por ser señalados, sin necesidad de que el gobierno demuestre su culpabilidad.
La prisión preventiva tiene poco de preventiva. Lleva años existiendo en el derecho mexicano, sin ningún efecto positivo en la reducción de delitos. En 2008, se agregó al texto constitucional una lista taxativa de delitos en los que debía ordenarse la prisión preventiva de manera oficiosa. Incluía al secuestro, los homicidios y los delitos de delincuencia organizada. Pero a pesar de su inclusión, los años posteriores al 2008 vieron el crecimiento más pronunciado de estos delitos. Los índices sin precedentes de homicidios que hoy tenemos se dieron a pesar del marco legal que ordena la prisión sin sentencia para quien cometa ese delito.
En lugar de corregir los errores del sistema, medidas como ésta aseguran que la incompetencia de las autoridades subsista y, por tanto, que perdure la impunidad.
División de Estudios Jurídicos CIDE.
@ cataperezcorrea