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Salí del hotel donde me hospedaba en el centro de Denver. Al cruzar una de las calles, vi el letrero: cannabis station (estación de cannabis). No había imágenes, ni luces, sólo unas letras discretas en blanco sobre la ventana. Ningún coche estaba estacionado frente a la pequeña construcción y pocas personas pasaban en ese momento por ahí, lo que me hacía sentir aún más incómoda de estar parada, inmóvil bajo el sol. Miré alrededor. Ante la ausencia de miradas, decidí entrar. El olor a hierba al abrir la puerta era penetrante e inconfundible. En la oficina no había muebles, salvo un escritorio sobre el cual dos mujeres jóvenes hablaban mientras miraban la pantalla de una computadora. En la pared de atrás colgaban fotos de flores de marihuana.
“Hola, necesitamos ver tu identificación”, me dijo una de ellas sin mucho interés. Le mostré mi pasaporte. “Sólo es para ver qué eres mayor de 21. No lo guardes, te lo van a pedir adentro” dijo, abriendo otra puerta.
Entré al cuarto. Ahí, sobre un mostrador de vidrio un hombre me saludó. “Necesito ver tu identificación” me dijo. “¿Qué estás buscando?”, preguntó mientras apuntaba mis datos en su computadora. Yo miraba alrededor. Había anaqueles con camisetas de colores y gorras con el nombre de la tienda y una mesa donde se exhibían pipas de vidrio y otra parafernalia.
“Quiero saber qué se siente comprar marihuana legal”, le dije “y que me cuentes de lo que vendes. En mi país todo esto sigue siendo ilegal y uno se va a la cárcel. No creo que exista este lugar.” No parecía muy interesado en mi historia sobre la prohibición y rápidamente comenzó a explicar: “Si nunca has fumado marihuana, te recomiendo que empieces por las flores, porque tienen menor concentración de THC y puedes controlar cuánto ingieres conforme vas fumando.” Sacó una charola con varios botes de vidrio que tenían hierba adentro y nombres sobre las tapas. “Acá tenemos distintas variedades de sativa e indica. Dependiendo de qué quieres, te puedo recomendar. ¿Prefieres algo que te suba o algo que te relaje?”
“También puedes probar las plumas vaporizadoras, hay desechables o como ésta, que puedes volver a usar con otro cartucho.” Sacó una pluma plateada de la vitrina y me mostró el cartucho de aceite. Un pequeño tubo de apenas unos centímetros. “Este se llama Neblina del emperador. Tiene un concentrado de THC mayor que las flores, pero no hace combustión y también puedes ir controlando cómo te sientes.”
“¿Y esto?”, pregunté señalando a unos cristales que estaban debajo de otra parte de la vitrina. “Son resinas. No te las recomiendo, pero tenemos comestibles.” Me dirigió hacia otra vitrina. “Hay mentas, chocolates, galletas, chiclosos, gomitas.”
“Y así, ¿nada más?”, pregunté, aún incrédula. “Las reglas básicas que debes saber son: no puedes sacar nada de Colorado, solo debes de comprar para ti y no para otra persona como un menor de edad, y no fumes en la vía pública.” “¿Qué pasa si fumas en la calle?” pregunté. “Te pueden amonestar verbalmente o quizás multar.”
Salí con una bolsa de papel que llevaba engrapado el recibo de compra. Desglosado estaba el impuesto general y el impuesto a la cannabis.
Colorado es uno de los 30 estados de la Unión Americana que han regulado la marihuana. Cada unos eligió su sistema regulatorio pero casi todos han despenalizado la posesión. Al norte de Estados Unidos, Canadá es ya el segundo país del mundo, después de Uruguay, en regular, a nivel nacional, el mercado interno de la marihuana. Hoy, el tamaño del mercado legal de la marihuana en Estados Unidos es de 9,700 millones de dólares. Se estima que para 2021 crezca a 24,500 millones.
Es desconcertante, en ese contexto, la respuesta de rechazo del gobierno de EU frente a la propuesta de México para regular la marihuana y los cultivos de amapola. México, como pocos países, ha pagado los costos de la prohibición. Hemos puesto los cuerpos para que las drogas no lleguen a la frontera norte. Mientras el mercado de allá crece, acá seguimos, en la guerra.
División de Estudios Jurídicos CIDE. @cataperezcorrea