Parece que todos o la gran mayoría estamos de acuerdo en que el transporte público debe mejorar. Hasta el momento aún no existe alguna ciudad en el país que pueda jactarse de ser un modelo a seguir. Es común ver camiones o vagonetas que no cuentan con paradas establecidas; conductores sin capacitación que compiten por ganar más pasajeros; vehículos inseguros, contaminantes y deteriorados; personas viajando en condiciones de hacinamiento en horarios de alta demanda, y una deficiente conexión entre las distintas rutas. Estos factores hacen que muchos usuarios de transporte público aspiren a comprar un auto en algún momento, y así se refuerza el círculo vicioso de la contaminación.

Varios gobiernos han reconocido esta situación y ya hablan sobre transitar hacia una movilidad sustentable. Sin embargo, los avances son lentos y poco ambiciosos con respecto a los problemas que se busca mitigar, especialmente cuando hablamos de la mala calidad del aire y el cambio climático. De acuerdo con el Panel Intergubernamental de Cambio Climático, si para antes de 2030 no se reducen emisiones contaminantes drásticamente, el aumento de la temperatura del planeta será mayor a 1.5 grados centígrados, y eso tendrá consecuencias irreversibles que comprometerán el futuro de la Tierra, así que mucho está en manos de los gobiernos de éste y el próximo sexenio.

Considerando los estragos pronosticados del cambio climático, hablar de dejar atrás los combustibles fósiles, de transformar las ciudades, de cambiar el modelo de sociedad de consumo, ya no se trata de una necedad o un sueño guajiro, se trata de una necesidad impostergable. En el caso de las ciudades, el transporte público deberá ocupar un papel protagónico durante los próximos años para convertirse en una alternativa al uso del automóvil y para ello se deberá destinar una inversión en niveles nunca antes vistos.

Las ciudades requieren gozar de una interconexión entre el centro y las zonas periféricas, que sea de alta calidad y con vehículos que cuenten con la mejor tecnología posible. Algunos gobiernos han comenzado a poner la mirada en modernizar las flotas de transporte público con vehículos a base de gas natural. Parece muy atractivo: genera menos emisiones, es barato y el costo de inversión para pasar del diesel al gas no es significativo. Sin embargo, no deja de ser un combustible fósil que en múltiples ocasiones provendrá de métodos de extracción altamente contaminantes, como el fracking, lo cual nos mantiene generando emisiones que no darán tregua al calentamiento global.

Sin duda, dar el paso a las tecnologías eléctricas en el transporte público representaría un avance significativo y sería el comienzo de un cambio radical. Aunque tales vehículos representan inversiones iniciales más altas, esto se compensa en el mediano y largo plazo, y conlleva beneficios ambientales superiores. Y en efecto, coincidimos con aquellas personas que comentan que la energía eléctrica utilizada para mover a estas flotas debería provenir de fuentes renovables. Eso definitivamente debería ser una previsión indispensable de la planeación de las políticas energética y de desarrollo urbano que podrían conducir al país a un panorama de sustentabilidad durante los siguientes años. Sin embargo, una miopía gubernamental se hace evidente cuando se habla de refinerías y gasolinas baratas.

Como ciudadanos tenemos un papel importante para pedir que las decisiones de los gobiernos nos acerquen a un futuro de cero emisiones. Cada día más voces se suman a esta exigencia alrededor del mundo, especialmente la voz esperanzadora de miles de jóvenes preocupados por su futuro, y México también empieza a sumarse a esa ola. No estamos pidiendo algo descabellado, no permitamos que nos llamen soñadores, ni que nos digan que pedimos imposibles. El tiempo corre y no hay lugar para medidas tibias.

*Carlos Samayoa es responsable del tema de transporte en Greenpeace México

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