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Este domingo todos los ciudadanos estamos convocados a votar. Algunos acudirán y ejercerán libremente su voto. Otros preferirán abstenerse. Algunos optarán por anular el voto. En cualquier supuesto, es respetable la decisión del individuo. Las motivaciones para inclinarse en favor de uno u otro partido o candidato son un asunto de conciencia y valores que nadie debe calificar de buenas o malas, correctas o incorrectas, justas o injustas, entre otras disyuntivas.
Con independencia de las preferencias electorales, el debate político en esta campaña se planteó fundamentalmente en torno a dos proyectos, que no es el momento, ni el propósito explicar. Cada una de estas propuestas políticas tiene, como todo en la vida, sus pros y contras. Sólo el militante o el activista lo expresan como blanco y negro o maniqueamente. El resto de los ciudadanos, distinguen y sopesan las ventajas y las desventajas desde una perspectiva siempre personalísima.
Los líderes de opinión en las comunidades seguramente ya expresaron sus puntos de vista y estos influyen en mayor o menor medida en el ánimo del elector, aunque sería ofensivo y equivocado suponer que el voto es un acto de adhesión absolutamente irreflexiva y mimética. Esta suposición suele ser muy frecuente en quien se concibe a sí mismo como más inteligente, culto y/o ilustrado políticamente.
Las lamentaciones se presentan al día siguiente. La derrota es huérfana y la victoria tiene paternidades infinitas. Un día después aparecen los “hubiera” y las excusas. Los más racionales explican; los más comprometidos con la causa, justifican; y los más pragmáticos se acomodan a las nuevas circunstancias, pero todos acuden al muro imaginario de las lamentaciones. Aquél que simboliza la división y la derrota del pueblo judío a manos de Tito, el emperador romano.
El principal arrepentimiento es la falta de previsión. Unos pueden lamentar el abandono del trabajo ideológico, otros el exceso de confianza y algunos más la ambición desbordada, pero todos que no actuaron con la oportunidad y la diligencia debida para conjurar su derrota. El ánimo social no se puede transformar en una campaña, ni cambiar al ciudadano radicalmente con spots, actos proselitistas o debates. Durante años se han acumulado aciertos y errores, carencias y exuberancias, famas públicas y trayectorias fallidas, compromisos cumplidos y promesas falsas, así como historias de éxito personal y carreras profesionales mediocres, obscuras o inexplicables.
Esta es una elección que determina el apoyo o abandono de un proyecto. Es una decisión trascendental que no debiera tomarse con argumentos simplistas o valorando sólo lo coyuntural. El ciudadano tiene en su derecho a votar una gran responsabilidad, especialmente aquellos que son mayoría: la juventud.
El domingo, cuando cierren las casillas y se empiece el cómputo correspondiente, no habrá nada más que hacer para los partidos políticos y los votantes. Sólo quedarán las lamentaciones, que son inútiles. Los reclamos o la oposición a la voluntad expresada en las urnas pueden ser fuertes o débiles, pero tendrán en su contra a las instituciones y la legitimidad que otorga la existencia de elecciones libres y organizadas por grupos de ciudadanos, que son servidores públicos efímeros –por un día- y luego regresan a sus ocupaciones cotidianas. La posibilidad de un fraude es casi nula (es difícil creer que más de un millón de personas distribuidas a lo largo del país puede corromperse o coludirse para hacer el mal) y denunciarlo anticipadamente es sinónimo de culpar a los ciudadanos de los errores de los candidatos que no pudieron convencer al electorado.
El muro de las lamentaciones será el más visitado y los derrotados buscarán a quién echarle la culpa de sus propias faltas. Si la mayoría del electorado se equivocara en su elección, las lamentaciones comenzarán en dos o tres años. Los políticos y activistas concluyeron su labor el miércoles pasado y el domingo le toca al ciudadano. Razonar y votar bien es responsabilidad de todos. Vale.
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