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Si hay un sector de la sociedad mexicana que no ha conocido la transición a un escenario de apertura, es el de los trabajadores.
El comercio exterior se liberalizó desde 1986 y el sistema electoral se abrió a partir de la entrada de operación del IFE en 1990.
En contraste, los trabajadores siguen sujetos al vetusto corporativismo sindical. Vistos por los patrones como ‘raza de bronce que todo aguanta’, el grueso de los trabajadores mexicanos carece de libertad.
Ahí están los petroleros con Romero Deschamps, los ferrocarrileros con Víctor Flores, los cetemistas con su gerontocracia.
Y están además los sectores de bajos salarios como los trabajadores migrantes y los jornaleros agrícolas, y adentro de esas agrupaciones, las mujeres trabajadoras y los indígenas, cuyas condiciones de explotación son aún peores. Y los trabajadores por cuenta propia y aquellos que laboran en el sector informal, muchísimo más numerosos que los sindicalizados.
No necesitamos encuestas de salida para saber que la enorme mayoría de ellos votaron por AMLO.
Tras la victoria de AMLO el conflicto social y laboral sigue allí. Ya hay un encendido debate sobre la reducción de sueldos a trabajadores de confianza en la administración pública federal. En contrapartida, está también la burocracia plebeya (@ricardomraphael dixit) que sobrevive con salarios extremadamente bajos.
Los salarios ridículos entre trabajadores gubernamentales sindicalizados dieron pie a una cultura política viciada: ‘hacen como que me pagan y yo hago como que trabajo’.
Si hemos de pensar que el próximo gobierno tutelará los derechos laborales y promoverá mejores remuneraciones a los de abajo, también habrá de nutrir el desarrollo de la fuerza de trabajo y generar una nueva cultura laboral que conduzca a mercados laborales más dinámicos y productivos en México.
A pesar de que en 1993 —con el TLCAN 1.0— México prometió que sus estándares laborales cumplirían con las normas de la OIT, esto todavía no se hace realidad. Por lo tanto, a medida que la productividad laboral aumenta en México, quienes se apropian del ingreso adicional son principalmente las empresas y sus accionistas, en lugar de los trabajadores que generan valor. La proporción del ingreso nacional que va al trabajo ha disminuido sostenidamente, mientras se acrecienta la destinada al capital y a la tecnología.
La clave está en empoderar a los propios trabajadores para que ellos puedan tener incentivos para mejorar su situación laboral, ser más productivos y ensanchar su horizonte de vida.
Esta no es única ni principalmente una decisión personal individual. El próximo gobierno tendrá como desafío construir un régimen de respeto a los derechos laborales, con salarios dignos y remuneradores, mediante acciones de política pública, tales como:
1. Respeto a los derechos laborales; prohibición de los despidos injustificados y de la subcontratación excesiva; igualdad salarial entre hombres y mujeres.
2. Invertir en nuestra propia gente. Establecer programas de desarrollo de la fuerza de trabajo con base en el conocimiento y la innovación, mediante una estrecha vinculación de la educación y la investigación, orientada a incrementar la empleabilidad de los jóvenes y generar cadenas con alto valor agregado y certificaciones internacionales homologadas. El programa de aprendices del próximo gobierno es un buen comienzo.
3. La inclusión de condicionalidad salarial en el TLCAN renegociado, incluyendo a los trabajadores migrantes, cuyo incumplimiento sea objeto de sanciones comerciales.
En suma, alinear incentivos laborales, salariales y profesionales. No puede haber una democracia verdadera sin justicia laboral. Llegó la hora de los trabajadores mexicanos.
Profesor asociado en el CIDE.
@ Carlos_Tampico