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‘¿Para qué quieren al partido?’, preguntaba Felipe González a un grupo de dirigentes del PRD en 1998.
‘Primero se reparten cargos, prerrogativas y candidaturas, y después ya ni siquiera se lo preguntan’, espetaba el político sevillano a sus interlocutores mexicanos. El ex presidente del gobierno de España (1982-1996) y ex secretario general (1974-1997) del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) ponía el dedo en la llaga: una vez llegando al gobierno, el mayor anhelo de nuestra clase política es permanecer y reproducirse en éste, al margen de la sociedad.
Salvo muy contadas excepciones, atrás quedan las plataformas políticas, los programas de gobierno, los ideales de los años de militancia, el propósito de transformar al país. Sin darse cuenta y menos admitirlo, el funcionario se mimetiza por inercia con su predecesor; adopta sus usos y costumbres. El cambio se queda paulatinamente en el discurso, sin tomar forma en la realidad.
El movimiento estudiantil de 1968 demandaba al gobierno un pliego petitorio de seis puntos: libertad de los presos políticos; derogación del artículo 145 del Código Penal Federal (delito de disolución social); desaparición del cuerpo de granaderos; destitución de los jefes policíacos Cueto, Mendiolea y Frías; indemnización a los familiares de los muertos y heridos desde el inicio del conflicto; y deslindamiento de responsabilidades de los funcionarios culpables de los hechos sangrientos. Cinco décadas después, esas reivindicaciones, poderosas en su momento, parecen modestas.
En su paranoia, Gustavo Díaz Ordaz veía una conspiración del comunismo internacional para tomar a México. Era incapaz de verse a sí mismo y admitir su autoritarismo político y la falta de libertades civiles.
¿Qué va a hacer con el poder el gobierno que inicia el 1 de diciembre? El próximo gobierno tiene los hilos del Poder Ejecutivo, las correas de transmisión en el Poder Legislativo y un peso significativo en el Poder Judicial.
Recibe una herencia maldita por los innumerables casos de corrupción e impunidad en el gobierno y en los negocios, así como los homicidios, secuestros y desapariciones forzadas, tanto por parte del Estado como del crimen organizado.
El presidente electo enfrenta un muy complejo dilema: ¿cómo saldar cuentas con el pasado sin que esto impida avanzar hacia el futuro?
En el caso Iguala, la Comisión de la Verdad, radicada en la Secretaría de Gobernación, se ocupará del esclarecimiento de los hechos; sólo emitirá un reporte de sus investigaciones y no será una fiscalía especial. A su vez, las víctimas exigen judicializar los hallazgos para obtener justicia; temen que se esquive la aprobación de medidas de justicia coherentes y nos quedemos con una impunidad más sutil.
El ex presidente Ernesto Zedillo declaró el 24 de septiembre que la prohibición de las drogas en lugar de su regulación fomentó el crimen organizado, destruyó vidas y corrompió instituciones. Su dicho representa un paso hacia la verdad sobre lo ocurrido durante nuestra larga noche de violencia, que comenzó en 2007 y continúa ensombreciendo nuestra vida cotidiana.
Supongo que el presidente electo quiere prevenir que nos quedemos atorados en innumerables e interminables juicios, en vez de concentrarnos en las transformaciones que requiere el país.
Hace 50 años no supimos qué fue lo que realmente ocurrió aquel 2 de octubre.
Pasado y presente, verdad y futuro, vaya dilema. La sociedad exige que con la verdad en la mano se haga justicia.
“El poder no se posee —y por ende no se comparte—, se ejerce”, nos dice Michel Foucault. En contraste, yo pienso que el nuevo poder tiene que nacer de un trabajo conjunto del gobierno con los ciudadanos.
Profesor asociado en el CIDE.
@Carlos_Tampico