El debate de los últimos 18 años ha sido sobre el modelo de país que vamos a construir en el siglo XXI: democrático pluralista o autoritario populista, con sus respectivas variaciones. No es extraño, ni siquiera indeseable, que previo al inicio de las campañas los distintos grupos se alienen tras el candidato que consideran que representa sus intereses y expresa su visión de futuro.
No llama la atención, incluso era previsible, que la camarilla Elbista, que fue hegemónica en el SNTE por veinte años, una corriente importante en el PRI y cofundadora del PANAL, se sienta “traicionada” por el gobierno y sus aliados en la reforma educativa del 2012 (PRI, PAN y PRD) y haya movido sus fichas para apostar por el proyecto de Morena. ¿Por qué? Simple y llanamente, porque todos los damnificados del modelo adoptado en 1988 y afianzado en el 2000 con la alternancia en el poder han decidido oponerse para recuperar lo que han perdido. La pregunta es: ¿realmente hay un modelo alternativo a la administración de la crisis del Estado de bienestar que hemos vivido en los últimos 30 años?
Me explico. En la década de los ochenta tocamos fondo como sociedad y economía y compartimos esta desgracia con Latinoamérica en la llamada década perdida. Empobrecimiento, endeudamiento, inflación y un drástico cambio de rumbo (el neoliberalismo) no exento de conflictos sociales que produjo una paulatina sustitución de la clase política tradicional por una nueva generación de ciudadanos que rápidamente se acomodaron en los partidos políticos que le quitaron la hegemonía al PRI. Además, se acostumbraron a vivir del subsidio público que mantenía sus burocracias.
El entusiasmo despertado en el 2000 se apagó muy rápidamente y el modelo autoritario populista se convirtió en gobierno en la Ciudad de México sostenido por una red clientelar y los movimientos urbanos que surgieron en el sismo de 1985. La propuesta representativa democrática liberal, identificable en la alianza PAN-PRI o PRI-PAN-PRD, lograron varias reformas constitucionales importantes que limitaron significativamente al Poder Ejecutivo -eje del autoritarismo revolucionario del siglo pasado- en materias tales como: judicial, seguridad social, electoral, transparencia, rendición de cuentas, profesionalización de la administración pública, protección a víctimas, derechos humanos, juicio de amparo, educación, energía, telecomunicaciones, servicios bancarios, información estadística, régimen de responsabilidades, combate a la corrupción y un largo etcétera.
En las elecciones de 2006 y 2012, el modelo caudillista, sintetizado en la frase de “al diablo las instituciones” y en el bloqueo de Avenida Reforma, mantuvo al gobierno de la Ciudad de México hasta que se dividió profundamente por dos razones fundamentales: la intolerancia de competencia política en el modelo autoritario y el “agiornamiento” de la izquierda que decidió abandonar expresamente el cardenismo estatista como propuesta única aceptable en la relación entre el Estado y la sociedad y apoyó abiertamente la reforma energética.
En el camino, muchos han sido los damnificados. Desde aquellos que fueron desplazados en la década de los noventas (como Manuel Bartlett) hasta los que no fueron ni siquiera considerados para una suplencia en una diputación (como Marcelo Ebrard), pasando por el señor de las ligas, la senadora incomprendida y ahora el nieto de Elba Esther. Todos perdieron algo y lo quieren recuperar o simplemente desean vengarse. El apoyo social lo conforman quienes todavía creen que el asistencialismo estatal es la vía para superar la pobreza o el intervencionismo gubernamental, la vía para volver a recuperar el supuesto milagro mexicano forjado en un idílico régimen hegemónico al estilo del PRI, sin el PRI, encabezado por expriistas de la vieja cuña.
Hoy, el modelo democrático pluralista está debilitado por sus pugnas internas y contradicciones. Por un lado, las burocracias partidistas que reclaman sus espacios en las distintas candidaturas. Los puestos de elección popular son para los militantes disciplinados, los no alineados van por la ruta de los “independientes”, en la que la mayoría son exmilitantes y algunos activistas. Por otro, la lógica de la competencia electoral hace que su estrategia consista en descalificar el modelo que ellos contribuyeron a construir, lo que sólo fortalece a la vertiente autoritaria.
En parte tiene razón el nieto de la ex líder magisterial y el encarcelamiento de su abuela no será en vano. Augura el futuro de los que pierdan, la mayoría tiene cola que le pisen, y hace evidente que impulsar un cambio social lastima a muchos, pero hay que tener cuidado como elector: el resentimiento no conduce al mejor futuro, más aún cuando no hay claridad en lo que se quiere y la propuesta únicamente se reduce a confiar en el líder y su círculo cercano. ¿De veras se puede dar marcha atrás a las reformas que hemos conseguido en los últimos treinta años? o sólo ¿nos vamos a dividir y confrontar sin sentido, ni propósito?
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