Caracas.- Hablar de derechos humanos en Venezuela en estos últimos 20 años es definitivamente un gran reto. Para quienes no son venezolanos o no viven aquí, nuestro país era conocido como una nación rica y llena de oportunidades, donde incluso durante las dictaduras latinoamericanas o el éxodo europeo, muchos la hicieron su destino de resguardo. Sin embargo, la realidad de la Venezuela de hoy dista considerablemente de lo que un día fue.
Actualmente muchos países enfrentan crisis de carácter político, económico y social, pero no podría decirse que el caso de Venezuela sea la tendencia. Nuestra crisis es el mejor ejemplo de cómo una situación desatendida puede llegar a convertirse en una catástrofe en frente de nuestros ojos. Sí, hablo de una catástrofe, que de forma sostenida ha ocurrido en los últimos 20 años y de la que hoy vemos sus consecuencias en el sufrimiento y pérdida de vida de miles de venezolanos.
El despertar de la comunidad internacional y su reacción decisiva ocurre cuando ya mucho se ha perdido. Venezuela debe levantarse de sus cenizas y para ello es importante entender por qué nos pasó, cómo llegamos hasta aquí y qué haremos para que no se vuelva a repetir. La historia nos lo demandará. Pero sobre todo las víctimas de violaciones a los derechos humanos nos reclamarán justicia.
En 1998 yo tenía 19 años y estaba iniciando la carrera de derecho. Me inscribí para votar por primera vez. Las opciones para los comicios no eran nada emocionantes. Entre ellas se encontraban un ex militar golpista que representaba para mí la cara del resentimiento social, una especie de venganza de los desposeídos y un pase de factura a la clase política dominante.
El otro candidato era un empresario que pertenencia a esa clase dominante. Su mayor atributo era el afán por evitar que el ex militar golpista fuera el apocalipsis de Venezuela. Pero en sí no le veía esperanzas de construir un mejor país. Puedo decir con franqueza que no creí en el discurso encantador de serpientes del militar golpista, como si lo hizo lamentablemente la mayoría de los venezolanos.
Desafortunadamente, tanto mi primer voto, como todos los que he ejercido desde entonces, han estado dirigidos a lo mismo que nos trajo esta tragedia: las posibilidades de usar el sufragio como una herramienta de transformación social, para lograr un cambio político y rescatar el país de una revolución que lo destruyó.
Poco después de que Chávez fuera presidente, participé en mi primera protesta en contra de la constituyente. Allí empezó lo que desde entonces ha sido mi lucha y la de millones de venezolanos que hemos intentado con las herramientas pacíficas lograr un cambio. El gobierno se jactaba de las múltiples contiendas electorales convocadas.
Sin embargo, por años las elecciones en Venezuela han estado llenas de ventajismos e irregularidades, creando un sistema sofisticado de deterioro del espacio democrático y la criminalización de los derechos como arma de mantenimiento en el poder.
A la par de la lucha por la democracia, los venezolanos hemos sido testigos de primera fila de un gobierno que, con el discurso en alto volumen de la reivindicación del pueblo, incurrió en políticas erráticas con un basamento en anti valores, que acabaron con la capacidad productiva y con el valor del esfuerzo individual. Medidas ficticias de crecimiento económico y reducción de la pobreza que no tardaron en demostrar su verdadera naturaleza ineficaz.
La llamada revolución de Chávez, desde 1999 hasta el 2013, socavó la democracia, haciendo más profundo el hueco de la pobreza, debilitando los principios y valores que hacen a las naciones prósperas. Sostuvo todo su discurso de reivindicación en un andamiaje de corrupción y redes criminales, que ocasionaron un deslave económico, social e institucional.
Llegó el 2013 y muere Chávez. Para muchos esto representó una esperanza de cambio. Sin embargo, la sofisticación de un sistema de control con barnices de legalidad nos trajo a lo que serían las consecuencias de 15 años de debilitamiento de la democracia, combinada con políticas económicas y sociales propias de gobiernos populistas.
Nicolás Maduro, el delfín de Chávez, aparece en escena para defender un legado que era una ilusión para millones. La resaca de una fiesta bacanal. Enfatizo esto porque mal podría la historia salvar a Chávez de responsabilidades, la génesis de todo lo ocurrido estuvo en él. Maduro es y será a quien le tocó gobernar con las consecuencias de un país saqueado y quien, con represión, abuso de poder y graves violaciones a los derechos humanos trató de sostener lo insostenible en un país ya desgarrado. En el periodo de Maduro vivimos las consecuencias de una borrachera que ya no hay forma de costearla, y frente a la posibilidad de mantenerse en el poder la democracia estorba.
Esto nos trae a la Venezuela de hoy. La hiperinflación en noviembre de 2018 alcanzó niveles récord gracias al alza interanual de los precios de 1.299.724%, de acuerdo con la Asamblea Nacional. La crisis humanitaria compleja cobra la vida y sufrimiento de miles de venezolanos por la falta de garantías al acceso a la salud y a la alimentación.
a pobreza alcanzó al 81.8 % de los hogares de acuerdo con la encuesta ENCOVI.
Somos también el país más violento de América Latina con una tasa de 81.4 homicidios por cada 100 mil habitantes, de acuerdo con el Observatorio Venezolano de Violencia, y con la crisis de movilidad humana más elevada en la historia de nuestro hemisferio.
El porvenir es incierto, y el aprendizaje y el desgate en estos años ha sido muy doloroso. Sin embargo, frente a tanta adversidad hay un país lleno de voluntades que, desde adentro, y en diferentes países que hoy acogen a los venezolanos, luchan porque las próximas generaciones tengan un mejor futuro y puedan como yo, a mis 19, tener una conciencia de lo que hemos vivido y no volver a repetir esta terrible historia.
Directora del Centro de Justicia y Paz de Venezuela