Al pasar revista a lo ocurrido en 2017, llegué a cuestionarme si a partir de ahora estamos condenados a mirar el cierre de cada año con horror y consternación. No cabe duda que si usamos los últimos dos años como baremo, la conclusión podría ser que ello es efectivamente el sino de hoy para las relaciones internacionales. Pero del marasmo que es 2017, ¿cuál es el dilema más apremiante? Plantear esta pregunta es invocar una cacofonía de respuestas, todas válidas: la confrontación con Corea del Norte; Donald Trump; potencias retadoras ejercitando su musculatura; la disrupción digital en la política y geopolítica; el cambio climático; la desigualdad; el terrorismo; o un Medio Oriente volátil. Sin embargo, sugeriría que el desafío a la democracia liberal es, con mucho, la cuestión más relevante que hoy enfrenta el sistema internacional de siglo XXI basado en reglas. Si la democracia liberal no sobrevive y prospera, todos los demás problemas globales se volverán mucho más difíciles e intratables.

El concepto mismo de “democracia liberal” es controvertido. En Estados Unidos, lo “liberal” está asociado con una posición progresista de centro izquierda. En otros países, particularmente algunos europeos, es a menudo una referencia a niveles de mínima interferencia gubernamental en el funcionamiento de la economía. Pero la democracia liberal es, en principio, una idea simple aunque también seminal: la creencia en los gobiernos constituidos a través de elecciones libres y sufragio universal; un poder judicial independiente; sistemas constitutivos, legales y sociales de equilibrios, controles y contrapesos a quien detenta el poder; garantías a las libertades de expresión, reunión, religión y prensa; la protección a derechos y libertades de toda minoría y en general de cualquier persona; y sociedades abiertas, plurales y tolerantes.

La política ha experimentado una sacudida tectónica en los últimos 18 meses, y la democracia liberal se encuentra en una encrucijada en gran parte porque con el deshielo bipolar, sus postulantes se durmieron en sus laureles. Democracias alguna vez sólidas (Hungría y Polonia, o incluso Turquía) se están moviendo en dirección autoritaria. China, por su parte, ofrece —al convertirse en un polo de poder geopolítico alternativo real al del EU trumpiano— un camino hacia el desarrollo y el crecimiento sin libertad ni democracia. Incluso donde la democracia liberal ha tenido sus cimientos más sólidos, distintas versiones autoritarias de populismo y chovinismo han ido ganando terreno, capitalizando malestar y descontento social y político generalizados. Muchas élites políticas alrededor del mundo han sido reacias o incapaces de confrontar y paliar la creciente inequidad y el estancamiento de los ingresos de la clase media y trabajadora, contribuyendo a provocar lo que temían: un levantamiento contra la economía global interconectada.

No cabe duda que a la par también se ha dado un efecto bumerang, en gran medida como respuesta a la gestión deplorable del propio Trump. En 2017 surgieron nuevos diques liberales y democráticos: en Francia, Países Bajos e incluso al interior de EU con las recientes elecciones en Virginia, Nueva Jersey y Alabama. Ciertamente estamos lejos de la catástrofe y el colapso de la democracia liberal. Pero seguir durmiendo el sueño de los inocentes y asumir que un efecto pendular natural corregirá perversiones es pecar de ingenuidad y cometer un error garrafal y peligroso. Cuando los demócratas liberales se vuelven arrogantes y olvidan que los gobiernos tienen la obligación de crear las circunstancias para un bienestar generalizado, con equidad, justicia y bienestar para todos, los autócratas y populistas siempre estarán allí ofreciendo un retorno a un pasado dorado, y seguridad y prosperidad a cambio de menos libertad. En EU ignoraron las lecciones que nos ha dado la historia acerca de lo que ocurrió en la Europa de los años treinta cuando demagogos xenófobos obtuvieron el poder vía las urnas. La democracia liberal debe ser defendida. Pero también tiene que dar resultados, recuperando la confianza de la ciudadanía en la política, los partidos políticos y el Estado. Si no solucionamos la erosión que hoy experimenta la democracia liberal, nuestros problemas internos generarán mayor fluidez internacional. Y será el caos, más que una nueva potencia hegemónica, lo que ocupará el vacío.

Consultor internacional

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