El primer debate presidencial generó algo de ruido y una que otra nuez. Y en ninguno de los temas abordados esa noche se registró tanta falta de claridad y solvencia como en la estrategia para confrontar la violencia y delincuencia organizada. En contados momentos, el contraste de ideas pareció sugerir que si hay algo que pudieran estar fumando al interior de las cinco campañas, claramente no es un estimulante para ideas frescas. Este debate central para el futuro del Estado mexicano no puede darse como si las opciones de política pública son entre escoger beber Pepsi o Coca Cola, como tampoco reducirse a formulaciones prefabricadas —cual piezas de Lego que sólo se intercambian una por otra y se montan de manera distinta en un esquema relativamente acotado de combinaciones y colores— presentándose, en algunos casos, como la construcción de un nuevo paradigma o en otros como recetas alarmantemente simplistas.
Qué duda cabe de que la debilidad del Estado de Derecho, la impunidad y la corrupción siguen siendo el talón de Aquiles para México. Tanto el actual gobierno como el anterior iniciaron sus mandatos postulando una serie de ideas sobre cómo confrontar al crimen organizado. Uno definió correctamente al crimen organizado como la amenaza central a la gobernabilidad democrática del país y postuló la necesidad de que el Estado mexicano recuperase el monopolio del uso legítimo de la violencia. El otro reconoció que mitigar el daño era un componente central de toda estrategia, comprometiéndose a reducir los niveles de violencia. Pero el resultado al día de hoy, 12 años después de que el Estado lanzara su ofensiva en contra del crimen organizado, es que no hemos podido hacer que éste deje de ser una amenaza a la seguridad y gobernabilidad democráticas y transite a ser un reto policiaco. Hoy, con niveles nunca registrados de homicidio doloso en el país, lo que está también en juego es la reconstrucción de un contrato social quebrado. ¿Cómo encarar entonces el reto? Aquí esbozo algunas ideas fuerza, que ciertamente no son ni exhaustivas o integrales, pero que debieran formar parte de la discusión al interior de —y entre— las campañas.
De arranque tenemos que abandonar la estrategia, impulsada desde 2003 por Estados Unidos y adoptada por los últimos tres sexenios, de decapitar los liderazgos de organizaciones criminales. Somos víctimas de nuestro propio “éxito”; esa estrategia ha contribuido a fracturarlas y fragmentarlas en grupos más pequeños que se vuelven más violentos a medida que intentan sobrevivir y reconstituirse; el crimen desorganizado también es violento. Y hay que resistir otros dogmas. México debe anunciar —en el contexto de la legalización para fines recreativos de la marihuana en 9 estados de EU— que no dedicará un sólo peso y una sola hora-hombre más a erradicarla y evitar su trasiego, privilegiando la canalización de esos recursos a mitigar daño, combatiendo drogas más perniciosas y a los grupos más violentos. También hay que priorizar la prevención del lavado de dinero como factor central de nuestros esfuerzos internos y los mecanismos de cooperación internacional. Además, hasta la fecha, la estrategia de seguridad se ha basado en gran medida en un enfoque de “arriba hacia abajo” para responder a las amenazas a la seguridad nacional que plantea el crimen organizado y convertir las amenazas en un asunto de seguridad pública local más manejable. Pero la capacidad local para abordar los problemas del crimen desorganizado fracturado es extremadamente limitada, y no se ha invertido lo suficiente en el fortalecimiento de la policía local, los fiscales y la gobernanza en general. Y los fondos para la prevención del delito a menudo se utilizan con fines políticos o se reducen rápidamente cuando se restringen los presupuestos. Hay que incorporar con seriedad las preocupaciones y necesidades de seguridad de poblaciones locales —y de periodistas— que viven a diario con la violencia; reconstruir el tejido social y recuperar cohesión social es esencial en un contexto de violencia extrema, desarrollando enfoques específicos basados en datos para abordar las diferentes formas de violencia y las causas de los homicidios. Si no revisamos a fondo paradigmas y sólo los regurgitamos y re-empaquetamos, vendiéndolos como nuevos, el tránsito en México del contrato social de Locke al leviatán de Hobbes será irreversible.
Consultor internacional