La elección de Jair Bolsonaro como presidente de Brasil abre un nuevo horizonte estratégico en el continente americano, y sin duda alguna encierra retos fundamentales -incluso existenciales- para la política exterior mexicana.
De entrada, el triunfo de Bolsonaro es una magnífica noticia para Donald Trump; el próximo mandatario brasileño ha prometido establecer una alianza con Estados Unidos y adoptar el mismo manual de juegos diplomático que utiliza aquél. “Antiglobalistas”, los dos creen en una política exterior que privilegia el interés nacional por encima de la cooperación y concertación internacionales.
En momentos en que las variopintas crisis políticas brasileñas detonadas por la corrupción debilitaron a Brasil no sólo en lo interno sino también en su reputación externa, Bolsonaro ve el acercamiento con EU como una manera de volver a proyectar influencia y peso internacionales. Por ello ha prometido seguir el ejemplo de Trump y mudar la embajada brasileña a Jerusalén y denunciar el Acuerdo de París en materia de cambio climático.
Ha criticado el papel de China en el sistema internacional y ha amagado, al igual que su futuro homólogo, con usar la fuerza militar en Venezuela. Y cuando Bolsonaro anunció que el diplomático Ernesto Araújo, jefe del departamento para EU, Canadá y Asuntos Interamericanos de Itamaraty (el Ministerio de Relaciones Exteriores) sería su canciller, volvió a circular en redes sociales un ensayo notorio de Araújo que lo retrata de cuerpo entero y que levantó en su momento muchas cejas.
El texto, publicado en 2017, describe a Trump como alguien que representa “la recuperación del pasado simbólico, de la historia y de la cultura de las naciones occidentales.” Araújo regurgita el mismo discurso contra el “marxismo cultural” que Steve Bannon y otros de la llamada derecha alternativa han estado propalando en EU desde hace tiempo y que ha encontrado eco en la guerra cultural impulsada por los evangélicos que han respaldado a Trump en el poder y que también fueron factor central para que Bolsonaro llegara a su vez a la presidencia.
Y esos vasos comunicantes alimentan la simbiosis en temas que van más allá de la política exterior. Ambos se oponen a la legalización del uso lúdico de drogas ilícitas y mantienen posiciones conservadoras en materia de aborto e igualdad en el matrimonio. Denuncian la migración y ambos, como buenos demagogos que requieren de enemigos para articular su narrativa, los han encontrado en los inmigrantes y refugiados, caracterizados como criminales y amenazas a la seguridad (mexicanos y centroamericanos por uno, venezolanos por el otro). Rechazan mayores controles a la venta de armas y creen que su posesión es una herramienta clave para combatir la criminalidad.
Ven las regulaciones en materia ambiental y los derechos de comunidades indígenas como un freno a la economía y una artimaña creada por intereses externos. Y ambos parecen estar convencidos de que la civilidad en la política es para pendejos y que es mejor polarizar que alimentar conexiones humanas, erigiéndose como la voz y expresión de la voluntad del verdadero pueblo, descalificando de paso a los medios como sus adversarios.
Para EU, la gestión de Bolsonaro podría finalmente encarrilar la alianza hemisférica que muchos funcionarios y analistas estadounidenses han predicado desde hace década y media como la asociación estratégica natural de Washington en la región, sobre todo después de los desencantos y desencuentros a raíz de la oposición brasileña a un acuerdo de comercio libre en el continente, de la diplomacia de Fernando Henrique Cardoso y particularmente a partir de las que instrumentaron Lula y Dilma Rousseff.
Para Brasil, este realineamiento diplomático potencialmente encierra la transformación más dramática en memoria reciente, con implicaciones inmediatas para la huella de Brasil en Naciones Unidas (con su denuncia del Acuerdo de Paris y su promesa de retirarse del Consejo de Derechos Humanos de la ONU), su relación con los llamados BRIC (Brasil, Rusia, India y China) y la potencial disolución del grupo, y el abandono de Mercosur y Unasur como los dos vectores -económico y comercial y diplomático y de seguridad, respectivamente- que han determinado su postura regional desde hace casi 20 años cuando Brasilia decidiera buscar hacerse de un espacio de influencia propio en Sudamérica a costa de EU y de México.
Incluso podría derivar en que Bolsonaro apueste a posicionar a Brasil -en el contexto del deterioro de la relación de la administración Trump con Canadá- como el principal aliado de EU en el continente, convirtiendo a su país en el segundo socio global de la OTAN en la región, junto con Colombia. Pero la política exterior de Bolsonaro también será el terreno sobre el que se dirima una disputa interna por el poder a tres bandas en Brasilia, entre los antiglobalistas trumpianos encabezados por el hijo de Bolsonaro, Eduardo; el bloque militar encabezado por el asesor de seguridad nacional, Augusto Heleno, el Vicepresidente Hamilton Mourão y el ministro de Defensa, Fernando Azevedo; y los economistas neoliberales aglutinados en torno a Paulo Guedes, asesor económico del próximo mandatario. Ciertamente los trumpianos han ganado la primera partida con la designación de Araújo como próximo canciller.
Para un país como México cuyo próximo gobierno asumió desde la campaña la posición default de que “la mejor política exterior es la política interna”, los retos serán mayúsculos. El peligro para México y que algunos buscamos evitar en la década pasada era que un potencial eje estratégico Washington-Brasilia consignaría la relación diplomática con México a un tema de política interna estadounidense. ¿Cómo impedir entonces ahora que Trump construya con Bolsonaro una alianza estratégica continental en detrimento de México y hacer frente a dos polos que podrían ser antitéticos -sobre todo en el marco del golpeteo incesante de Trump a México- a nuestros intereses nacionales? ¿Cómo ocupar los vacíos regionales y multilaterales que podría dejar Brasil?
¿Cómo prevenir que en su búsqueda por mecanismos alternativos a Mercosur, el potencial pivoteo de Brasil hacia la Alianza del Pacífico no se convierta en un caballo troyano que la destruya desde adentro? Bolsonaro ha optado por alinear a Brasil al movimiento global de la derecha demagógica liderado por Trump. ¿Seremos capaces de leerlo adecuadamente y de manera más importante, prepararnos para responder a los peligros y oportunidades que ello conlleva? Ojalá así sea.