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La semana pasada Paul Ryan, actual presidente de la Cámara de Representantes de Estados Unidos y ex compañero de fórmula de Mitt Romney en la candidatura presidencial republicana de 2012, anunció que no buscará reelegirse en noviembre. Esto ha sido interpretado como la señal más clara de que el GOP está en serios aprietos para preservar su control del Congreso en las elecciones intermedias de 2018. El año se perfila como uno en el cual los patrones electorales previos sirven para poca cosa, con escenarios que hasta hace meses parecían poco viables a raíz del triunfo electoral de Donald Trump (que tiñó de rojo —el color asociado con el GOP; para los Demócratas es el azul— el mapa distrital) y que hoy se vuelven asequibles. Lo vimos ya en la elección especial de Alabama, uno de los estados más republicanos y en la cual un candidato deplorable le obsequió la victoria a los demócratas, cerrando la diferencia con la mayoría del GOP en el Senado a un solo escaño. El patrón se repitió en el 18° distrito electoral de Pensilvania, que Trump ganó por más de 20 puntos en 2016 y que ha sido tan republicano que el Partido Demócrata ni siquiera había postulado candidatos ahí desde 2010. Por ello, la victoria demócrata en la elección especial de marzo para ocupar ese escaño vacante no sólo fue sorprendente en sí misma; junto con Alabama y la rebelión y movilización de votantes suburbanos contra Trump en las elecciones a las gubernaturas de Virginia y Nueva Jersey, encierra lecturas importantes cara a los comicios legislativos, así como para la fortuna política del Partido Demócrata en 2020.
Si el GOP y Trump tropiezan en noviembre, será una derrota tanto de partido como del Ejecutivo. Dado que toda elección intermedia en EU es siempre un referendo sobre el presidente en turno, éste invariablemente pierde escaños para su partido, sobre todo si sus niveles de desaprobación rondan 50%. Con niveles de desaprobación presidencial que rayan 58% (encuesta NBC/Wall Street Journal divulgada el domingo), algunos estrategas republicanos están proyectando una pérdida potencial de más de 40 escaños en la Cámara de Representantes. Y el liderazgo demócrata ha identificado 100 distritos (tendrían que arrebatarle 24 escaños al GOP para controlar la Cámara, 23 de los cuales están en estados que Hillary Clinton ganó en el Colegio Electoral) que podrían cambiar de rojo a azul, incluyendo, de manera sorprendente, 11 en Texas, un estado tan republicano a nivel de distritos electorales que de los 36 escaños texanos en la Cámara Baja, sólo 11 están en manos demócratas. A estos datos hay que agregar que niveles récord de mujeres, minorías y jóvenes —altamente motivados por los movimientos #MeToo y de estudiantes protestando contra las armas— han salido a votar (cosa que no ocurrió en 2016); que hay 29 escaños del GOP abiertos porque sus ocupantes han decidido no buscar la reelección; y que el partido demócrata mantiene una ventaja de 10 puntos sobre el GOP en intención de voto genérico para la elección intermedia. Si se materializa este momentum para la oposición, podrían incluso ganar hasta 17 gubernaturas.
Los demócratas ciertamente huelen sangre en el agua. Pero también hay retos para que la actual oleada azul se convierta en tsunami demócrata en noviembre. De entrada, muchos republicanos saben que entre la base más conservadora del GOP Trump es mucho más popular que el partido; otra encuesta (ABC/Washington Post) divulgada antier muestra que 53% de la población blanca del país sigue apoyando a Trump. El GOP, gracias a años de redistritación electoral manipulada (el infame gerrymandering), siempre es más competitivo en elecciones legislativas. Y los demócratas, si bien tienen la mejor tonada, aún no encuentran la letra adecuada para acompañarla; son más vulnerables en el Senado por el número de escaños que tienen en contención este año, 26 por sólo 9 del GOP; y enfrentan polarización interna entre moderados (que han ganado en todas estas elecciones especiales) y voces más al extremo del partido.
Hay mucho en juego para el Presidente y para la agenda del GOP. Si los demócratas les arrebatan el control de ambas cámaras, muchos republicanos podrían ahora sí decidir abandonar a Trump, y con la Cámara Baja en manos de la oposición, la posibilidad de un juicio político al presidente —amén de si le conviene o no políticamente a los demócratas— cobra tracción.
Consultor internacional