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El deleznable atentado del viernes en Christchurch, Nueva Zelandia, de nuevo pone de manifiesto que el ascenso de la extrema derecha en el mundo no puede seguir siendo ignorado y que encarna un peligro real que hay que confrontar sin dilación. Un supremacista blanco australiano de 28 años, imbuido por el odio y la xenofobia y henchido por todo tipo de teorías de conspiración, publicó ese día un manifiesto antimusulmán de 74 páginas para luego colocarse una cámara en el casco que transmitiría en vivo vía Facebook su asalto con armas de fuego a dos mezquitas, asesinando a 50 personas e hiriendo a 40 mientras rezaban.
Es, ante todo, una inmensa tragedia humana en un país reconocido por su tolerancia e inclusión. Pero es indudablemente también un recordatorio palmario de que la derecha extrema radical e intolerante ha resurgido, sus adherentes empoderados por actores políticos inescrupulosos, chovinistas y demagogos (Donald Trump, Viktor Orban, Jair Bolsonaro o Vox) que en muchas democracias han logrado llevar a un extremo los límites de lo que se considera potable -y aceptable- en el discurso y narrativa políticas. Las teorías de conspiración que sustentan las visiones execrables y confabuladoras (antisemíticas, antimusulmanas o antiinmigrantes) de grupos de la derecha extrema se han convertido en el lenguaje común de demasiados políticos en el poder.
Pero el ataque también conlleva dos lecturas adicionales importantes. La primera tiene que ver con el papel multiplicador de las redes sociales en alimentar y propalar el odio. El video de 17 minutos filmado por el terrorista corrió como reguero de pólvora a través de internet, más rápido de lo que los censores de las plataformas digitales podían eliminarlo; es uno de los registros más perturbadores -y en alta definición- de un ataque de odio: un grotesco documental, casi a manera de videojuego en primera persona, sobre la capacidad inhumana de las personas de infligir daño. Por supuesto que videos como éste subidos en redes están diseñados para amplificar el terror, tal y como lo han demostrado los fundamentalistas de ISIS. Pero lo que hace de esta atrocidad “un acto de violencia extraordinario y sin precedentes”, en palabras de la primera ministra neozelandesa Jacinda Ardern, es la naturaleza metódica con la que se planificó y llevó a cabo y la forma en la que se diseñó para volverse viral en redes. Los radicales de la extrema derecha han convertido a los medios tradicionales y las redes sociales en sus armas. No podemos seguir subestimando o ignorando su ideología corrosiva o los factores que están detrás de su expansión. Facebook, YouTube y Twitter no inventaron la virulenta ideología de la supremacía blanca. Tampoco lo hicieron Reddit, 4chan u otros foros en las fronteras oscuras del internet donde se dio vuelo a la masacre. Pero estas plataformas sí cobijan el odio que inspira estos actos de terrorismo, permitiendo que un sistema de creencias insidiosas crezca y se propague a través de algoritmos. Esta semana fue imposible negarle la palestra a los supremacistas blancos porque múltiples factores que apuntalan cómo funciona el internet trabajaron mancomunadamente para darles un altavoz .
Segundo, pone de relieve el papel que deben empezar a jugar las agencias de inteligencia de las naciones para confrontar a la extrema derecha supremacista. Durante casi dos décadas, el foco antiterrorista en el mundo ha sido el extremismo islámico. Muchos países han construido protocolos complejos para compartir información acerca de los grupos terroristas internacionales, y esa cooperación se ha convertido en un pilar clave de un esfuerzo global para frustrar ataques. Sin embargo, no hay un acuerdo comparable para intercambiar información sobre organizaciones extremistas locales -como las que existen en EU o en otras naciones europeas- y los vasos comunicantes que hay entre ellas. Los gobiernos generalmente los ven como un problema de procuración de justicia interno. Pero cada vez más, grupos supremacistas en diferentes países se inspiran unos a otros y se unen en una causa común a través de las redes sociales.
Detener el asenso de la derecha radical requerirá tomar medidas por parte de múltiples actores. Nosotros como ciudadanos tenemos que plantar cara a políticos como Trump que buscan normalizar voces extremistas o eventos como los ocurridos en Charlottesville, Virginia, en 2017 https://www.eluniversal.com.mx/articulo/arturo-sarukhan/nacion/breve-taxonomia-de-la-extrema-derecha-estadounidense. Las plataformas digitales deberían fomentar la moderación y garantizar que sus algoritmos no den voz a la derecha radical. Y podría ser necesario que éstas -que con demasiada frecuencia han usado argumentos de libertad de expresión como carta blanca para permitir contenidos extremistas en sus redes- sean mejor reguladas. Los medios tradicionales no pueden permitir que el imperativo económico de los clics sobresea el otorgar a extremistas y terroristas la publicidad que tanto anhelan. Tampoco sabemos lo que no sabemos sobre los nexos internacionales que han ido hilando grupos supremacistas en distintas partes del mundo, y no nos enteraremos hasta que los países empiecen a compartir entre ellos información acerca de dichos actores nacionales. Pero si alguna lección nos deja Christchurch es que sin duda ha llegado el momento de enfrentar la amenaza mortal que esta escoria representa para las sociedades abiertas.
Consultor internacional