Arturo Sarukhán

A la orilla del precipicio en los Himalaya

06/03/2019 |03:33
Redacción El Universal
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En la madrugada del 26 de febrero, India incursionó en espacio aéreo pakistaní lanzando un ataque —sin precedente en tiempos de paz— en represalia por un atentado suicida que 12 días antes cobró la vida de más de 40 efectivos paramilitares indios en la zona administrada por India de la región disputada de Cachemira. Nueva Delhi declaró que el objetivo había sido un campo de entrenamiento del grupo militante Jais-e-Muhammad —designado en 2001 como grupo terrorista por Estados Unidos— y que asumió la responsabilidad del atentado. Pakistán respondió la misma mañana con un ataque aéreo hacia esa zona. Es el escalamiento más serio de hostilidades entre ambos países en décadas, cuando en 1971 se bombardearon uno al otro en guerra abierta. En aquel conflicto, murieron más de 10,000 soldados y se derribaron cerca de 100 aviones. Afortunadamente, fuera de un piloto indio derribado —ya devuelto a India— y un aldeano pakistaní herido por escombros, en esta ocasión la única víctima parece ser la cordura, eclipsada por el chovinismo y la agitación nacionalista en redes sociales en ambos lados de la frontera. Si bien en días pasados los dos gobiernos le han puesto hielo a la situación, ésta —atizada por el proceso político-electoral en India— podría salirse de control ante el peligro de un mal cálculo en ambas capitales.

Los vecinos tienen una larga historia de animadversión. La principal fuente de conflicto es Cachemira, la región fronteriza del Himalaya cuyo estatus se encuentra en disputa desde que India se independizó y se creó Pakistán con la partición de la India británica. Desde entonces, han librado tres guerras —en 1947, 1965 y 1971— así como un conflicto menor en 1999. Durante las últimas dos décadas, también ha habido intentos de acercamiento: en un momento dado, conversaciones secretas casi derivan en una resolución final sobre Cachemira. Ahora, las tensiones están nuevamente a flor de piel. Para India, el ataque es parte de un patrón en el cual el servicio de inteligencia pakistaní (ISI) ha cobijado y fomentado a grupos militantes que llevan a cabo ataques mortales en todo el país, mientras que Pakistán ve a su vecino gigante como una potencia ocupante en Cachemira. Islamabad niega haber apoyado al terrorismo, pero afirma brindar apoyo político y moral a los “luchadores por la libertad” cachemir. Y por encima de todo, pesa una sombra nuclear. Se estima que India y Pakistán poseen 110 y 130 ojivas, respectivamente, en sus arsenales nucleares y tienen misiles balísticos de alcance intermedio y corto y otros vectores —aviones bombarderos— para hacerlas llegar a sus objetivos. Pakistán también ha desarrollado armas nucleares tácticas para ser detonadas al repeler tropas invasoras indias.

Hay en todo este episodio algo significativo. Como gobernador de Gujarat, el actual primer ministro indio Narendra Modi criticó duramente al gobierno nacional por lo que calificó como pasividad ante un ataque terrorista en 2008 en Bombay que dejó 166 muertos. Es patente que ahora quiso aprovechar el atentado de febrero para enviar la señal de que estaba dispuesto a cruzar líneas rojas —la incursión al espacio aéreo de su vecino— y dar así un golpe de efecto estratégico ante Pakistán y su nuevo primer ministro Imran Khan (quien dice querer mejorar relaciones con India y ha declarado “simpatizar” con la necesidad de frenar a grupos extremistas) y frente a China y EU. A lo largo de la última década, el contexto geopolítico en Asia se ha enrarecido por varios factores: la decisión china de desplegar su musculatura militar en el mar del Sur de China y, de paso, medir el apetito estadounidense para contener ahí a Beijing; la puja entre India y China por influencia en Nepal y Myanmar; la carrera nuclear norcoreana; y la revalorización estratégica de Afganistán. Pero pocos focos de tensión en el continente encarnan el peligro de convertirse en hogueras como la rivalidad indo-pakistaní, en momentos además en que EU, el gran aliado de Pakistán, da muestras de no tener la bandancha para poder chiflar, masticar chicle y caminar al mismo tiempo. India y Pakistán deben dar un paso hacia atrás del despeñadero. Para ello, sus líderes políticos, militares y de opinión pública tendrán de entrada que resistir la tentación de lisonjear a sus respectivos públicos, bajándole a la retórica chovinista y hostil y pivotear hacia medidas de fomento de la confianza mutua.

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