Este año es el 70 aniversario de la Doctrina Truman, la cual puso en marcha una estrategia de contención al comunismo que perduraría —con ajustes aquí y allá— casi toda la Guerra Fría. Después de la bipolaridad que ésta engendró, y del momento unipolar estadounidense que le siguió en la década posterior a la caída del muro de Berlín, hoy tenemos un mundo multipolar poco predecible, fluido e inestable, predicado en equilibrios de poder regionales.
La administración de Donald Trump inició su mandato convencido de la necesidad de detener los avances nucleares y misilísticos de Corea del Norte; declaró el fin de la era de “paciencia estratégica” en Asia oriental y predicó una postura de máxima presión al régimen norcoreano. Si bien ésta dio algunos resultados en la primera parte del año (China prohibió importaciones de carbón de Corea del Norte para el resto de 2017, India marcó distancia de Pyongyang y países europeos y africanos y hicieron esfuerzos variopintos para acabar con redes ilícitas de generación de ingresos norcoreanos), el presidente Kim Jong-un ha proseguido con la modernización de su arsenal nuclear. Más aún, la brecha entre las posturas de EU y China hacia Corea del Norte no se ha reducido, y lo mismo ocurre con las visiones de Washington y Seúl. Como consecuencia, el gobierno norcoreano parece haber descartado como riesgo el desafiar a EU, como lo demostraron sus últimas pruebas nucleares. Si a ello agregamos la amenaza alarmante de Trump de que podría responder con “fuego y furia”, estamos ante un escenario de alto peligro para el sistema internacional. El margen que existe para un error de cálculo catastrófico entre un presidente estadounidense megalómano, petulante y de piel delgada y su homólogo norcoreano, un maníaco, es por decir lo menos, alarmantemente vasto. Y no hay canales de comunicación que permitan mitigar el escalamiento de tensiones o instrumentar medidas de fomento a la confianza, en contraste con la crisis de los misiles en 1962 cuando Washington y Moscú, en plena Guerra Fría, trabajaron juntos para evitar una conflagración nuclear.
Sólo un esfuerzo internacional concertado puede lograr el objetivo de cambiar la actual ecuación geoestratégica y contener a Kim, evitando que adopte más acciones provocativas. Mucho depende de qué tan dispuesto esté Beijing —el vecino que apuntala a Pyongyang sobre todo a través de asistencia energética y alimentaria— para presionar económicamente a Kim y, junto con Rusia, asegurar el cumplimiento cabal de la resolución y las sanciones aprobadas de manera unánime a principios de mes por el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. Es un hecho que ambos países —y también algunas de las otras potencias occidentales— hicieron poco en el pasado para asegurar el cumplimiento de resoluciones previas. Es precisamente gracias a esos boquetes en la determinación para prevenir que Kim desarrollase capacidades nucleares balísticas que estamos hoy en este predicamento. Tanto Moscú como Beijing indudablemente tienen como prioridad estratégica evitar que Trump tome acciones unilaterales y, a la vez, evitar que tensiones detonen un nuevo conflicto entre las dos Coreas. Amenazas y fanfarronerías, o despliegues de fuerza militar como lanzar misiles de prueba en respuesta a acciones norcoreanas, sólo alimentan la paranoia de Kim y minan la poca credibilidad que existe en este momento con respecto a la política exterior de Trump.
No hay buenas opciones para lidiar con Pyongyang. Pero la esperanza de prevenir un estallido en la península coreana tiene que pasar por una combinación de esfuerzos conjuntos entre EU y China —cosa crecientemente complicada por la embestida comercial de Trump contra Beijing— junto con acciones internacionales de disuasión, sanciones, embargos o incluso bloqueo eficaces, acompañadas de medidas de distensión, para mostrar que la resolución de la ONU tiene dientes y que la comunidad internacional está unificada y comprometida con esa hoja de ruta. Es imperativo un congelamiento verificable de programas nucleares y vectores norcoreanos, con verificación a través de un régimen de inspecciones similar al vigente en Irán. Ello abriría espacio para negociaciones sobre un techo a las actividades nucleares norcoreanas. Nada de esto invalidaría el objetivo acordado en las conversaciones a seis bandas de septiembre de 2005 para lograr la desnuclearización de la península coreana. El objetivo definitivo y de largo plazo de ese proceso tiene que ser una Corea unificada, desnuclearizada y neutral, pero el camino será tortuoso y requiere de niveles de confianza mutua entre Washington y Beijing que hoy no parecen existir. Por ello sería un error trágico, como sugiere —y pretende— Trump, convertir a Corea del Norte en la prueba de fuego de la solidez de la relación EU-China. Eso sería como reemplazar un reto estratégico por dos.
Consultor internacional