No, no planteo aquí que el presidente Donald Trump está por dejar la Oficina Oval como resultado ya sea de un juicio político de remoción, que aviente la toalla o que le apliquen la Enmienda 25 de la Constitución de Estados Unidos que permite remover a un titular del Ejecutivo si su gabinete y el Congreso determinan que no está facultado mental o físicamente para seguir ejerciendo el poder. Pero eso no significa que ante la debacle que es hoy la gestión de Trump, no haya republicanos que estén cruzando los dedos para que el vicepresidente Mike Pence tome su lugar antes de que concluya su mandato, y que muchos demócratas —pensando en el dicho de Oscar Wilde de que “cuando los dioses nos quieren castigar, escuchan nuestras plegarias”— se estén tronando los dedos con las implicaciones de que Pence pudiese sustituirlo.

Qué duda cabe de que la presidencia estadounidense es una de las responsabilidades más complejas del mundo. Pero tampoco se requiere de un superhéroe de Marvel ni un Übermensch nietzscheano para conducirse en el cargo con raseros de eficacia y dignidad. Se necesitan, sí, algunos atributos básicos: un nivel razonable de curiosidad intelectual, convicción y sentido de propósito, competencia administrativa elemental, un mínimo lapso de atención, una brújula moral que funcione y un grado de control y mesura. Trump reprueba en todos estos rubros. Seguramente algunas de esas virtudes no las ha tenido jamás en su vida y otras se le atrofiaron con el paso de los años. Es cierto que tiene olfato político y —a pesar de que a mí no me lo parece habiéndolo tratado como embajador— carisma, además de astucia e instinto para saber cuándo ir a por la yugular, factores que describen en parte por qué ganó la elección. Pero estas aptitudes no son suficientes; combinadas con sus defectos, explican en gran medida su actuación deplorable, el pavor que existe a que controle códigos nucleares y por qué la investidura presidencial está bajo asalto.

Sólo han habido nueve presidentes accidentales en la historia de EU. Cuatro sucedieron a mandatarios que murieron de causas naturales; cuatro más asumieron el cargo cortesía de una bala, y uno lo hizo a raíz de una renuncia forzada. En este momento es improbable que Trump sea removido (se necesitarían indispensablemente pruebas flamígeras de colusión electoral con Rusia y obstrucción de justicia así como control demócrata del Congreso con las elecciones legislativas de 2018, amén de temas vinculados con su salud psiquiátrica), y el 25% del electorado que conforma su voto duro armaría la de San Quintín. No obstante, hay que prever y pensar cómo sería un presidente Pence. Desde el punto de vista de competencia, temperamento político y madurez intelectual, Pence —quien aspira a la presidencia— sería un antídoto a la petulancia e imprevisibilidad de Trump y una mejora considerable. De entrada, podríamos estar un poco más tranquilos de que EU no se lance a lo loco a un conflicto militar con Corea del Norte. Como ex gobernador de Indiana y congresista por 11 años, respeta la Constitución, defiende la separación de poderes y libertad de prensa y, como persona relativamente íntegra, evitaría la retahíla de conflictos de interés que caracterizan a su actual jefe y a su parentela, apodada en Washington con escarnio, la familia real. Los demócratas hallarían muy pocas cosas de agrado en una administración Pence. Está encasillado en la genuina derecha conservadora del GOP en temas como aborto, derechos igualitarios para personas LBGT, cambio climático o creacionismo. Sus posturas en materia económica están alineadas con la ortodoxia republicana: menos impuestos y regulaciones y un gobierno acotado y más pequeño. Con México, si bien Pence mantendría el énfasis de Trump sobre seguridad fronteriza, incluyendo el muro, cesaría la embestida antimexicana, moderando algunas de la posiciones antiinmigrantes del sector más extremo del GOP. Y ya encarrilado el ratón, buscaría capitalizar la renegociación del TLCAN para realmente modernizarlo.

No hay que olvidar que con base en la Enmienda 22 constitucional, si el vicepresidente sustituyese a Trump antes de la marca de los dos años, sólo podría buscar una reelección. En cambio, si lo hace con menos de dos años para que concluya el mandato presidencial, podría reelegirse dos veces, sirviendo como presidente hasta 10 años. Es esa perspectiva la que hace dudar a muchos demócratas si un juicio político conviene a sus intereses de medio plazo, o si lo mejor es debilitar y arrinconar a Trump a la Dunkerque, sin asestarle un golpe de muerte, pero sin dejarlo evacuar sus fuerzas para pelear otro día. Otros piensan que es mayor el riesgo —institucional, político y social— para la nación dejar que Trump se mantenga en poder. Hoy, en términos shakesperianos, “esa es la cuestión” que se debate en pasillos y sobremesas.

Consultor internacional

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