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El nuevo huracán político desatado a lo largo de la última semana en Estados Unidos a raíz de los tuits execrables del Presidente Donald Trump en contra de cuatro legisladoras Demócratas ha sido tan familiar como extraordinario, y ha consumido a la clase política estadounidense en su totalidad, desde las campañas presidenciales hasta la Casa Blanca y el Congreso, pasando por todos los medios y la sociedad en su conjunto. Y le ha cosechado nuevamente al mandatario un lugar en los libros de historia. En una moción de censura que no se daba desde hace más de un siglo con el Presidente William Taft, el Congreso votó el miércoles pasado para condenar a Trump por su tuit racista -una vez más publicado sin supervisión de adulto alguno desde la Casa Blanca en fin de semana- instando a las congresistas progresistas del autoproclamado “escuadrón” de la “resistencia” anti-trumpista, Alexandra Ocasio-Cortez, Ayanna Pressley, Rashida Tlaib e Ilhan Omar (de origen puertorriqueño, afroamericano, palestino y somalí, respectivamente, tres de ellas nacidas en EU y la última naturalizada después de llegar al país a los 12 años), a que regresaran “a los lugares de donde vinieron”. “Envíenla de regreso” se ha convertido -junto con el persistente y trasnochado “enciérrenla” (en referencia a Hillary Clinton y la campaña pasada) y “acaben el muro” (en un intento por vender el espejito de que su muro ya está en construcción)- en uno de los “grandes hits” de las consignas coreadas en discursos del presidente, como ocurrió de manera escandalosa en Carolina del Norte la semana pasada.
No debería sorprender que Trump no toque fondo. No se necesitaban estos tuits para saber que es un racista hecho y derecho (https://www.bloomberg.com/opinion/articles/2019-07-19/-send-her-back-evokes-donald-trump-s-long-racist-past) o que considera a los migrantes y a los de tez morena o negra como subhumanos ni que su xenofobia y chovinismo demagógico y nacionalista no tienen límite. Las políticas migratorias que ha impulsado lo demuestran. Y tampoco existe fuego que el presidente no busque atizar, como quedó palmariamente demostrado de nuevo esta semana cuando después del escándalo y el voto de censura en el Congreso el presidente prosiguió con la misma línea de ataque y se negó a desmarcarse del coro de consignas por parte de sus seguidores. Trump ve la Oficina Oval como un gigantesco megáfono para exacerbar las fisuras culturales y raciales que persisten en la sociedad estadounidense, como debiera ser dolorosamente patente a estas alturas para México y sus migrantes en EU. Para él, los blancos son automáticamente estadounidenses. Los demás sólo califican si muestran suficiente deferencia o apoyan su concepto particular de lo que consiste ser estadounidense. Durante décadas, en sus negocios, el entretenimiento y la política, Trump ha alcahueteado sin escrúpulo alguno y de manera oportunista las divisiones raciales, étnicas y religiosas de EU para hacerse de dinero, notoriedad y ahora, poder.
Detrás de la “locura” -o del racismo congénito- de Trump, hay también método. El presidente está tratando de dividir a los estadounidenses en torno a la etnicidad, para evocar una visión de un país de suma cero en el que los blancos deben luchar contra los no blancos por empleos, oportunidades, bienestar y seguridad. Y en esto, el pasado es prólogo; el cálculo de Trump es que puede repetir en 2020 lo que hizo en 2016, ganando en el Colegio Electoral cortesía de Michigan, Pennsylvania y Wisconsin, y que puede volver a exprimir de ahí su reelección- sobre todo en Wisconsin- al apelar a votantes blancos motivados por resentimiento racial (https://www.eluniversal.com.mx/articulo/arturo-sarukhan/nacion/breve-taxonomia-de-la-extrema-derecha-estadounidense). Nadie es más consciente de los efectos del miedo que este presidente. Cuando Bob Woodward le pidió a Trump en entrevista para su libro que reflexionara sobre la naturaleza del poder, él respondió: “el poder real es el miedo”. Trump busca que la elección general sea entre blancos y los demás. No quiere que en la mente de esos votantes la contienda sea entre él y Biden o Sanders o Warren, o quien resulte finalmente nominado. Quiere cebar a su electorado con una quimera socialista, antiamericana, extranjera y con cuatro cabezas, las de las congresistas Ocasio-Cortez, Omar, Tlaib y Pressley. Muchos Demócratas centristas están justificadamente preocupados por una campaña Republicana que haga del “escuadrón” sinónimo del partido. Y de paso, Trump quiere profundizar la brecha ideológica que se está abriendo entre Nancy Pelosi y el liderazgo más moderado y centrista del partido y su ala progresista, encarnada por estas cuatro legisladoras.
A primera vista y para algunos analistas y estrategas Demócratas, estos ataques del presidente presumiblemente encarnarían un suicidio electoral. Hay más de 400 mil ciudadanos estadounidenses naturalizados en Pennsylvania, con 200 mil más en Michigan. Trump ganó en el primero por 44 mil votos y en el segundo por 11 mil. Junto con Wisconsin, otro estado que será bisagra en 2020, Trump le ganó por 77 mil votos a Clinton en esos tres estados combinados y, con ello, el Colegio Electoral. Pero gracias a la redistritación electoral y a la geografía política, la realidad es que tanto la mayoría Demócrata en la Cámara de Representantes como la hoja de ruta a la Casa Blanca no pueden sobrevivir sin apelar a esos 77 mil votantes en los distritos conservadores que están en juego ahí en 2020. Este es el reto para el Partido Demócrata: cómo responder con contundencia a los ataques a valores seminales del país, como la diversidad, sin permitir que ello facilite el que Trump acabe determinando y controlando la agenda y narrativa políticas que él busca privilegiar cara al 2020 (https://www.eluniversal.com.mx/articulo/arturo-sarukhan/nacion/primera-llamada-primera).
Lo moralmente correcto y lo electoralmente inteligente estarán en tensión y colisión -como demuestran este caso, y el debate sobre si iniciar o no un procedimiento de juicio político al presidente- en el largo camino Demócrata a los comicios de noviembre 2020. Pero los Demócratas -y muchos otros- tendrán que subrayar que indistintamente de si Trump recurre al racismo por comportamiento innato o herramienta política, éste nunca debe ser normalizado o reducido a una distracción, por mucho que este presidente sea anómalo y una travestía para su investidura. La historia nos muestra que el despliegue estratégico de la intolerancia es una práctica utilizada por defecto para socavar la democracia. Incorporar el nativismo demagogo o el lenguaje xenófobo en el discurso público ha sido el preludio a la codificación de esa intolerancia en leyes, como ya ocurre con la política migratoria y de refugio estadounidense. Es difícil ver a un Estados Unidos sobreviviendo como lo hemos conocido desde su fundación si Trump es reelecto sobre la base de esta narrativa incendiaria y visión racista del país, y con un Partido Republicano que hoy se asemeja más a la derecha extrema europea que al otrora partido de Lincoln. En su último discurso como presidente, Ronald Reagan apuntó, “Si llegásemos a cerrar la puerta a nuevos estadounidenses, nuestro liderazgo en el mundo pronto se perdería”.
Consultor internacional