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El jueves pasado, el Departamento de Justicia de Estados Unidos acusó a Julian Assange, un ciudadano australiano y fundador de WikiLeaks, de violar la Ley de Espionaje de 1917 al publicar en 2010 decenas de miles de documentos militares y cables diplomáticos clasificados. Ello sobresee una acusación previa de abril —en paralelo a la expulsión de Assange de la embajada ecuatoriana después de siete años y su arresto en Londres a raíz de una solicitud de extradición previamente presentada por Suecia por cargos de violación— a través de la cual se le imputaba ayudar a Chelsea Manning, entonces un analista y soldado de EU, a hackear una base de datos del gobierno. La nueva acusación va mucho más allá; es una escalada en el esfuerzo por enjuiciar a Assange y encarna un efecto escalofriante para el periodismo estadounidense tal y como se ha practicado durante generaciones, una estaca al corazón de la Primera Enmienda constitucional que garantiza la libertad de expresión en EU.
Es cierto que Assange no es un periodista. Me parece un personaje irresponsable, odioso y megalómano, un sociópata nihilista, el proverbial ‘idiota útil’ del hackeo ruso a la campaña Demócrata en 2016 y el esfuerzo por abonar al triunfo de Donald Trump. Hay amplia evidencia de su misoginia y antisemitismo. Para sus defensores es “un anarquista de la información”, pero al ayudar a Trump a convertirse en Presidente, no es más que un proxeneta del autoritarismo. Incluso Assange parece haber pensado que al ayudar a elegir a Trump, mejoraría su propia situación ante la justicia estadounidense; WikiLeaks sugirió a Donald Trump Jr. que su padre presionase al gobierno australiano para que Assange fuera nombrado embajador en Washington. Roger Stone, un asesor de Trump que ha sido acusado por el fiscal especial Robert Mueller en parte por mentir sobre su interacción con WikiLeaks, le dijo a un asociado que estaba tratando de conseguirle a Assange un indulto presidencial.
No obstante lo anterior, los cargos que son ahora la base del renovado esfuerzo por obtener su extradición a EU encarnan una amenaza a las premisas básicas del periodismo moderno, a la protección de fuentes periodísticas, la rendición democrática de cuentas y la libertad de prensa. Esos cargos se centran en recibir y publicar material clasificado de una fuente del gobierno, que es algo que hacen periodistas y medios todo el tiempo. Lo hicieron con los Pentagon Papers durante la guerra de Vietnam y en muchos otros casos en los que el público se benefició al enterarse de lo que estaban haciendo en secreto gobiernos estadounidenses, amén de que las fuentes hubiesen actuado ilegalmente. Esto es lo que la Primera Enmienda de EU está diseñada para proteger: la posibilidad -y el derecho- de los editores de medios para informar a la sociedad de la verdad.
Assange ahora ha descubierto, como tantos otros antes que él —y espero después también— que apostarle a Trump puede arruinarte la vida. Confieso que hay una cierta satisfacción umbría en ello. Pero Assange también encarna lo que mi abuelo solía llamar la maldición gitana: un pendejo con iniciativa. Trump ha emprendido desde el día 1 una campaña implacable contra los medios de comunicación, etiquetándolos como “enemigos del pueblo”. Pero con esta acusación a Assange, su administración se ha desplazado de la diatriba a un ataque a los cimientos de la prensa libre. La Ley de Espionaje se ha usado infrecuentemente contra aquellos que divulgan información clasificada en virtud de los cimientos endebles y patrioteros sobre los que se codificó, y nunca antes se había utilizado contra un periodista. Hay mucho de qué preocuparse por los métodos y motivos de Assange, que siguen siendo turbios; divulgó documentos sin censurar nombres de fuentes confidenciales, poniendo en riesgo a periodistas, líderes religiosos, defensores de derechos humanos y disidentes políticos que viven en regímenes represivos y que interactuaban con embajadas de EU. Assange no es, bajo criterio alguno, un héroe. Pero los cargos que ahora se le fincan podrían sentar un precedente peligroso. Más allá de si los documentos deberían haber sido divulgados o no, su publicación en sí misma no debería constituir un delito. Si Assange puede ser procesado simplemente por publicar documentos clasificados filtrados, todo medio de comunicación está en riesgo de ser procesado por hacer exactamente lo mismo.
Consultor internacional