En los dos terremotos de nuestros septiembres negros cuya fuerza hirió a la Ciudad de México, he tenido la suerte y la desgracia de ayudar, un poco, como médico. En ambas ocasiones las catástrofes de la Naturaleza han puesto a prueba la solidaridad de quienes conformamos el tejido citadino, tanto de voluntarios, como de la Cruz Roja y de los representantes del gobierno, Ejército, Policía, Marina, Protección Civil. Un telar único, mexicano: ayudar como se pueda, dar lo que se pueda, ser igual tanto de quienes acuden motu proprio como de quienes lo hacen debido a su trabajo.

Cuando el dolor de otros, sobre todo de personas desconocidas, se convierte en dolor de uno, todo se mueve: la angustia, el miedo y la incertidumbre por la vida de seres queridos cala y lastima como si los otros no fuesen otros sino uno mismo, unos mismos —padres, hijos, esposa, amigos—. El dolor abre puertas; confrontarlo desde el anonimato siembra esperanza, esa bella e imprescindible palabra en tiempos como el nuestro.

Los terremotos ponen a prueba el temple de la ciudadanía. Su crudeza expone lo mejor del ser humano; compasión, empatía, lealtad, hermandad, amistad y solidaridad son valores, que en el caso de la sociedad mexicana, afloran con magnanimidad. Todo vale: formar cadenas para sacar los escombros, pasar de unas manos a otras manos agua, cubetas o frazadas, atender el llamado de los organizadores y correr en busca de linternas, de gotas para los ojos, de retretes portátiles, y seguir y seguir para remover toneladas de escombro en busca de vida. “Quien salva una vida, salva el universo entero”, reza una vieja idea del Talmud, idea cuya lectura subraya el valor y la trascendencia de los actos desinteresados a favor del bienestar de otros seres humanos.

Las cadenas interminables de voluntarios, las miradas de millones y millones de personas aguardando el rescate de seres humanos, los incontables golpes de las herramientas y del alma contra el cemento y las oraciones de quienes apelan a alguna deidad, retratan con precisión el infinito esfuerzo de las personas que hicieron suya la idea, “quien salva una vida, salva el universo entero”.

La solidaridad de la comunidad infunde admiración y esperanzas. Padres e hijos con botellas de agua, familias ricas, familias pobres, universitarios y oficinistas, miles y miles de jóvenes, personas mayores, citadinos, provincianos y extranjeros conforman un enjambre único cuyo común denominador radica en ayudar al otro, al otro cuyo rostro encuentra eco en las palabras de Fiódor Dostoyevski: “Todos somos responsables de todo y de todos, ante todos, y yo más que todos los otros”.

La idea del novelista ruso, tanto en el terremoto de 1985 como en el actual, se convierte en realidad en los brazos que mueven picos y palas, en los atestados centros de acopio donde llegan sin cesar transportes para cubrir las necesidades básicas, en las casas y clubes donde se preparan miles, quizás decenas de miles de despensas, en las filas interminables de jóvenes en espera de su turno para suplir los cuerpos agotados y ablandar el concreto, primero un centímetro, después uno más, en la hermana cuya voz amplificada por un megáfono inundó con esperanzas el cielo de la ciudad, “Te amo. Aquí estamos. Tu hijo está bien. No nos vamos a mover de aquí hasta que te tengamos con nosotros”, en las manos levantadas de los rescatistas para pedir silencio, silencio absoluto, esperanzador, en espera de algún movimiento bajo toneladas de escombros, de un lamento o de una voz que, al interrumpir el mutismo, confirme la derrota de la muerte.

Nos gusta decir que la solidaridad ante las adversidades distingue a los mexicanos. Es cierto. Unas horas al lado de miles de connacionales innominados, dolidos por el dolor de los otros, haciendo suyo el duelo de quienes buscan a los suyos bajo toneladas de escombros confirman esa idea.

Los terremotos son impredecibles y los muertos de nuestros septiembres negros duelen como si ellos, los muertos, fuésemos nosotros. En México, la solidaridad ante la devastación, no es impredecible: es nuestra.

Notas insomnes. La solidaridad espontánea de los citadinos ante la furia de la Naturaleza es encomiable. Retrata lo mejor de México.

Médico

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