Como se sabe, la esperanza de vida, sobre todo en los países ricos, no deja de crecer. Basta un ejemplo: en el inicio del siglo XX el promedio era de 60 años; ahora, donde la economía florece, es poco mayor de 80 años. Los logros de las diversas tecnologías crecerán sin cesar y con ellas se agregarán años a la vida.

Las personas cuya calidad de vida, en los rubros material, social y económico es adecuada, con frecuencia disfrutarán vivir más tiempo; escribí con frecuencia con cursivas porque hay factores insoslayables cuyo peso no debe pasar desapercibido. Soledad, depresión, abandono familiar, maltrato, suicidios y la sensación de no pertenencia al medio social son elementos que impiden vivir una vejez plena, satisfactoria, en comunidad, no digamos feliz. En el otro extremo, el binomio pobreza y vejez siempre es tóxico: la vida se detiene cuando a la falta de dinero y a la ancianidad se agregan enfermedades, muchas incurables. Las patologías crónicas son características de la vejez. Convivir con ellas con dinero es complejo; sin dinero, un pequeño infierno. Morir a edades tempranas supone, en general, muertes menos prolongadas, menos dolorosas. No quiero decir con eso que valga la pena morir joven, lo que pretendo exponer, en una primera aproximación, es una de las grandes cuestiones de la ancianidad: la mayoría de las veces la muerte llega acompañada de periodos largos de dolor, incapacidades e indignidad.

En su espléndido libro De senectute, publicado en italiano en 1996, Norberto Bobbio reflexiona, a los 87 años, sobre el valor de la sabiduría en la vejez. Luchador incansable y utopista empedernido, escribe en el capítulo Pero, ¿qué sabiduría?, “La marginación de los viejos en una época en la que el curso histórico es cada vez más acelerado, resulta un hecho imposible de ignorar. En las sociedades tradicionales estáticas que evolucionan lentamente, el viejo encierra en sí el patrimonio cultural de la comunidad… En las sociedades evolucionadas, el cambio cada vez más rápido, tanto de las costumbres como de las artes, ha trastocado la relación entre quien sabe y quien no sabe. El viejo se convierte crecientemente en quien no sabe con respecto a los jóvenes que saben, y saben, entre otras razones, porque tienen más facilidades para el aprendizaje”. Segunda aproximación: el viejo ha sido desplazado, su sabiduría no se aprecia; la idea de que era fuente de consejos, es obsoleta. El viejo proverbio africano, “Todo anciano que se muere es una biblioteca que se va”, es anacrónico, demodé.

Las crisis económicas afectan todo. Las deudas y los apuros monetarios del núcleo familiar central impiden ayudar a los abuelos y acompañarlos. Al unísono, las pérdidas propias de la edad, i.e., muertes de amigos y familiares, incapacidad para generar dinero y deterioro corporal y sexual, profundizan las mermas y entierran las esperanzas. Los ancianos, sin núcleos protectores, tienen pocas esperanzas de vivir con dignidad. Tercera aproximación: la falta de solidaridad, empatía y compasión, característica de nuestros tiempos, multiplica las pérdidas e incrementan los dolores propios de la edad. La anomia es un estado típico de la sociedad moderna.

La alta tasa de suicidios en la vejez se asocia a la sensación de abandono y soledad, sobre todo en un mundo hiperconectado, donde los viejos son relegados. Cuarta aproximación: la soledad es una constante en la vejez, una suerte de (mala) compañera.

Las observaciones previas son parte del mosaico contemporáneo del mundo de la vejez. La tecnología y la biotecnología añadirán años a las nuevas generaciones. No se trata de ser iconoclasta al hablar de los logros de la tecnología. Se trata de la realidad. Hay un divorcio innegable entre longevidad y felicidad. Aunque no hay datos estadísticos fiables, la mayoría de los ancianos en Occidente no son felices. Agregar años vale la pena si van acompañados de buena calidad de vida, dignidad y felicidad. Lo contrario, a mayor longevidad, mayor tristeza y humillación, carece de sentido.

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