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Chicago, Illinois.— Los mexicanos están hartos de la impunidad, la desigualdad, el crimen y la pobreza. El buen manejo macroeconómico, que sí ha traído desarrollo y modernidad para algunos, no consuela al hombre o mujer común a quien el Estado ha fallado. México está a un paso de elegir a un mal candidato cuyo mayor atractivo es no ser parte de la clase política dominante.
En mi primera visita a Estados Unidos, estudiantes universitarios cuestionaron el avance de la violencia en México, en una época en que el secuestro surgía como fenómeno. Respondí que cuando los individuos no tienen seguridad en sus personas o su propiedad no tienen nada.
Esa conversación ocurrió hace 22 años y desde entonces las cosas no han dejado de empeorar. El Estado ha sido incapaz de esclarecer el caso icónico de la desaparición de 43 estudiantes de Ayotzinapa. La ONU, Amnistía Internacional, la Corte Interamericana de Derechos Humanos son algunos organismos que han denunciado miles de desapariciones forzadas. Un eufemismo para describir la muerte o explotación sin el beneficio de siquiera entregar los cuerpos a los deudos. La violencia hoy ha aumentado en todos los delitos del fuero común en tres cuartas partes de las entidades del país.
Cuando se prometió una nueva generación de gobernantes jóvenes y preparados que liderarían a México en el siglo XXI, el país se vio invadido por una jauría de gobernadores sinvergüenzas que acabaron siendo acusados por corrupción.
En el caso más representativo, si un sujeto se roba más de 60 mil millones de pesos el botín alcanza para que la esposa del implicado, Javier Duarte, viva literalmente entre la realeza en Londres. Estos casos de deshonestidad e impunidad rampante han encontrado un punto final. Los mexicanos están hasta la madre.
El problema, sin embargo, es sistémico. La ley y los procedimientos administrativos no son usados para hacer valer las normas, sino para extorsionar al ciudadano. Según Transparencia Internacional más de la mitad de los mexicanos pagó sobornos para acceder a servicios básicos. Cuando las reglas y las instituciones usan el poder para ordeñar los bolsillos de la gente hay desesperanza e ira popular.
Ese enojo impulsa a Andrés Manuel López Obrador, que no se molesta en hacer promesas detalladas de cómo gobernará. Su atractivo, igual que Trump en Estados Unidos, es ser un agente que sacudirá el sistema a falta de ataduras con el mismo.
José Antonio Meade parece ser un buen funcionario, quizá es un buen hombre, pero es un horrendo candidato. Si quería explotar su condición de ciudadano y candidato externo debió evitar el cantadito de político priísta que utiliza hasta para pedir la sal en la mesa. El aparato político detrás de él es justo lo que los ciudadanos repudian y, por ello, no pinta para presidente.
Ricardo Anaya ha prometido atención a la modernidad y adopción de nuevas tecnologías. Esa es música para mis oídos pues he favorecido esas políticas en este espacio. Pero si tan sólo se pudiera confiar en Anaya. Justo o injusto, Ricardo se ha edificado una reputación de traicionero y resbaloso. Usa la reafirmación positiva asegurando al interlocutor “tienes toda la razón” justo antes de voltear bandera e ir en sentido contrario.
Astuto como es, seguramente Anaya ya calcula su derrota para erigirse en el líder de la oposición que regrese en 6 años a decirle a México: “se los dije, AMLO sería un desastre,” e intentará llegar de nuevo. Después de todo, como dice la esposa de AMLO, “¡que vivan los necios!”
El día de la elección, “los desposeídos llegarán a las urnas, tomarán su boleta y pondrán una pinche equis a favor del hombre que amenaza al sistema que les falló y arruinó sus vidas”, dijo el cineasta Michael Moore al vaticinar el triunfo de Trump en 2016. La frase fue cierta entonces como parece que lo será el 1 de julio en México porque la paciencia se agotó.
Periodista