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Este fin de semana se vivió en Washington y alrededor de los Estados Unidos un suceso inédito, que podría tener un gran impacto en el futuro del país —y, si progresa, quizás también para México. En la capital estadounidense se reunieron cientos de miles de personas, muchas de ellas familias, para asistir una manifestación contra la violencia y el acceso irrestricto a las armas de alto calibre, y hubo marchas similares en unas 800 ciudades más.
Lo inédito no fue el tema, sino los protagonistas: todos los que hablaron en la manifestación eran niños y jóvenes, de 9 a 19 años de edad, y fue organizada por un grupo de estudiantes de secundaria y preparatoria afectados por la violencia, liderados por los de la escuela en Florida que recién perdieron a 17 de sus compañeros en un ataque por parte de otro estudiante.
Su demanda principal era una legislación que hiciera más difícil comprar un arma de alto calibre sin una revisión de la historia del comprador, algo que ahora es extremadamente fácil en varios estados del país. Pero sobre todo, contaron historias de sus compañeros y hermanos fallecidos en ataques en escuelas alrededor del país durante los últimos años, demasiados incidentes para entender que algo grave pasa y la importancia de hacer algo pronto.
Mi hija, quien asistió a la marcha con mi esposa, había vivido su propia experiencia en su escuela primaria la semana pasada. Un tiroteo entre jóvenes pandilleros afuera de su escuela llevaron a que entraran en protocolo defensivo, con todos los estudiantes en el piso, las luces apagadas, las ventanas cubiertas, y en silencio por más de una hora.
Afortunadamente no hubo lesiones en este incidente, pero mi hija vivió demasiado temprano en su vida la experiencia de tener que esconderse de un ataque posible con arma de fuego. A sus 10 años, ella asistió con coraje a la manifestación el fin de semana pasado como reclamo que ni ella ni otros niños tengan que pasar por esto más ni sufrir algo peor.
Desgraciadamente hay demasiados niños —en Estados Unidos pero también en México— que viven escondiéndose de tiroteos y ataques o aprendiendo protocolos a seguir si eso pasa en su escuela o cerca de su casa. Y son las mismas armas y las mismas balas, compradas en tiendas y ferias en Estados Unidos, que se encuentran en las manos de grupos criminales y pandilleros comunes y corrientes en los dos países.
Es tan fácil comprar un arma —o veinte — en algunas partes de Estados Unidos donde hay toda una industria de compradores de armas que surten a los grupos criminales de ambos lados de la frontera, importándolos ilegalmente pero con facilidad en el caso mexicano. Solo hay que leer el libro recién publicada de la escritora mexicana Jennifer Clement, Gun Love, o ver la película del cineasta mexicano Gabriel Ripstein, 600 millas, o seguir los reportes sobre el tema de WOLA y el Instituto Mexico del Centro Wilson, para entender la dinámica letal de este comercio binacional.
No sé si una manifestación puede cambiar las políticas públicas que permiten el acceso casi irrestricto a las armas de alto calibre y facilitan el trabajo de grupos criminales, pero no he visto otro momento en que ciudadanos comunes y corrientes —y en especial los más jóvenes entre nosotros— hicieran una llamada moral así de fuerte. Por primera vez, quizás habrá movimiento en este tema, aunque las resistencias también serán fuertes. La gran lección es que esta nueva generación empieza a dejar oír sus voces y exigir sus derechos desde ahora. Sólo con eso, el futuro tiene buen presagio.
Director del Migration
Policy Institute