No hay tema con capacidad de descarrilar la relación entre México y Estados Unidos más importante que la migración indocumentada en la frontera compartida entre los dos países. Mientras la migración es un tema secundario para el gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador, es el tema central para el presidente Donald Trump y el eje de su campaña política para la reelección. El aumento de flujos indocumentados en la frontera ha vuelto a poner a este tema en la médula de la relación bilateral y con pocas opciones buenas a corto plazo.
Durante el año pasado hubo, en promedio cada mes, un poco más de 30 mil migrantes detenidos por las autoridades estadounidenses al cruzar la frontera, pero en febrero aumentó el número a 66 mil, el doble de lo normal, y en marzo a 92,607, casi el triple de lo normal. De esos, en marzo 79 por ciento eran centroamericanos, principalmente de Guatemala y Honduras, pero con algunos de El Salvador, y la gran mayoría eran familias o menores de edad.
Esto es un síntoma de cambios profundos en las tendencias migratorias de Centroamérica (con algunos cubanos también de por medio). Las caravanas masivas del año pasado, que recibieron tanta publicidad gracias a los tweets de la Casa Blanca y luego por los medios, presentaron una amenaza existencial a los llamados “polleros” que se dedican al negocio de llevar a los migrantes desde sus casas hasta Estados Unidos. Si tanta gente se podía mover sola, sin guías pagadas, ¿dónde quedaba su negocio? Respondieron los polleros con una agresividad y creatividad no antes vista, ofreciendo minicaravanas (pagadas pero más seguras y cómodas), viajes de dos por uno, precios más baratos en general y un sin fin de otras ofertas novedosas.
Les ayudaron dos factores. Primero, las condiciones en Guatemala y Honduras (más no en El Salvador) han empeorado notablemente en el último año, con conflictos políticos que minan la esperanza de la gente en el futuro y que se agrega a la pobreza y violencia ya cotidiana como factores de desesperación.
Segundo, el gobierno de Trump había intentado varias veces implementar medidas muy duras contra los migrantes que después tuvieron que retractar, enseñando las debilidades reales del sistema de control migratorio en Estados Unidos. El caso más obvio fue el periodo de separación de familias, una medida desmesurada y desalmada que, al abandonarse, irónicamente dejó la enseñanza importante de que el gobierno de Estados Unidos no puede fácilmente detener a familias más que unos días. Hubo otros casos similares de medidas aparentemente duras pero finalmente fallidas que dejaron la misma lección: hay formas en que los migrantes pueden entrar a los Estados Unidos para poderse quedar.
Quizás el discurso del gobierno mexicano de apertura en la frontera también lo haya alentado, aunque las cifras sugieren que nunca bajaron las deportaciones de centroamericanos desde México, a pesar del discurso. Y una mirada atrás nos permite ver que el aumento de migrantes centroamericanos venía desde agosto, si bien la ola fue creciendo poco a poquito hasta explotar en números mayores en marzo.
Por unos días Trump amenazó con cerrar la frontera con México al comercio y cruces legales para presionar al gobierno mexicano, pero finalmente quedó contento con la respuesta del gobierno de AMLO en cuanto aumentar las redadas contra los centroamericanos en territorio nacional. No así con Centroamérica, donde cortó la ayuda humanitaria con un tweet, y ahora se espera para ver si los programas de apoyo en la región seguirán o no.
No hay soluciones fáciles a esta ola migratoria súbita. Sin duda, las migraciones irregulares masivas generan problemas no sólo con la Casa Blanca pero también entre los ciudadanos en México y Estados Unidos que dudan de la capacidad de sus gobiernos de imponer límites a los flujos. La migración descontrolada puede generar una reacción xenófoba de las sociedades que la recibe, como hemos visto tanto en México como en EU en las últimas semanas.
Pero la tentación de los gobernantes es de solucionar esto sólo a través de medidas para detener a los migrantes irregulares. Eso puede ser necesario a corto plazo para cortar el aumento del flujo y evitar una reacción aún más negativa del público, pero no es sostenible ni deseable a largo plazo. La solución permanente tendrá que radicar en el esfuerzo que alguna vez delineó el presidente López Obrador en abrir oportunidades para que los centroamericanos, por lo menos algunos, lleguen a trabajar en México y que tengan acceso al sistema de asilo si están huyendo de condiciones de violencia. En los Estados Unidos también se tendrá que reformar el sistema de asilo, que tarda dos a cuatro años en dar fallos, y crear canales para la migración laboral. Los países sin duda deben tener una capacidad robusta de control fronterizo, pero eso por sí solo nunca funciona si no se abren puertas a la migración legal y la protección al mismo tiempo.
Hay que esperar que la urgencia del momento no destruya la estrategia trazada de antemano por el gobierno mexicano, y que en Estados Unidos el Congreso entre a presionar por cambios sensatos en los sistemas de visas y de asilo. Sólo así se podrá crear una política inteligente, funcional y a largo plazo que permita organizar la migración entre México y Estados Unidos para que sea segura, ordenada y regular.
Presidente del Instituto de Políticas Migratorias