Hace un par de días estaba navegando por Amazon y me topé con un libro que ya conocía pero consideraba justo releer: “¿Por qué odiamos la política?”, de Colin Hay. “Añadir al carrito” y listo. Estaba saboreando mi adquisición —pues hay pocas cosas que disfrute más que comprar libros— cuando entre las sugerencias por haberme interesado en dicho título encontré otro de nombre “¿Por qué la gente no confía en el gobierno?”, de Joseph S. Nye Jr, clic; “¿Por qué no votar por un político?”, de David Velázquez García, clic; “Enemigos de la gente”, de Sam Jordison; clic.
No obstante, me puse a reflexionar sobre aquella tendencia y llegué a la conclusión de que este tipo de preguntas no son importantes, sino imperativas: ¿por qué odiamos la política y que implicaciones conlleva ello?
Muy sencillo: los políticos no han dado resultados. Los gobiernos de distintos partidos han mermado la confianza y han evaporado el capital social. En suma, han fallado.
Las implicaciones son muy claras; los políticos disfrazados de anti-políticos ganan elecciones.
Ante vacío y frustración, el electorado compra eslóganes de cambio. El problema de fondo es que vender esperanza bienintencionada es condición necesaria, más no suficiente, para crear prosperidad.
Estimado lector, lo invito a ponerse cómodo y disfrutar de esto que llamo “Buenas intenciones, malas ideas”.
Imagine el siguiente escenario:
Se le designa como nuevo titular de una dependencia mexicana del sector público. Se le advierte que para comenzar a trabajar deberá sujetarse a un sinfín de restricciones existentes.
No puede adquirir herramientas de trabajo sin pasar por los trámites requeridos.
No tiene flexibilidad ni autonomía en el manejo de recursos humanos y administrativos. Por ejemplo, con los recursos que se le asignan, no puede contratar a un “súper subsecretario” y a cambio despedir a tres directores generales.
Por diversas razones sindicales, una parte de su personal es inamovible independientemente de su desempeño. De hecho, casi 60 por ciento de los grandes talentos que formaban parte de la secretaría de la que se hace responsable, probablemente abandonarán sus puestos el primero de diciembre; pues no les inspira trabajar por debajo de su costo de oportunidad al percibir un sueldo 40% por debajo del existente.
Por ello es muy probable que cuando usted tenga que rendir cuentas, simplemente tenga que culpar a algún tercero y dar explicaciones que terminarán deteriorando su credibilidad, capacidad y talento.
Para cumplir, no se requiere mayor presupuesto; pero sí libertad para reasignar recursos y con ello hacer lo mismo con menos o más con lo mismo.
¿Cuándo vamos a entender que el gobierno da resultados, no por decreto, ni con fórmulas mágicas? Estos se logran a partir de arreglos institucionales eficientes, con criterios de rendición de cuentas a la ciudadanía, con principios inquebrantables de mérito. Es necesario impulsar un sistema de indicadores de desempeño que sean específicos, creíbles y medibles en varios plazos.
Es hora de que los políticos reconozcan que no importa el número de policías que se contraten, importa que bajen los asaltos violentos “en un 75%”; se disminuyan los crímenes “en un 85%” y se reduzcan los secuestros “en un 97%”. No importa el número de hospitales o vacunas, importa tratar y erradicar el cáncer, la diabetes, la hipertensión, la obesidad, enfermedades cardiovasculares y el asma (padecimientos comunes entre los mexicanos). No importa el número de maestros evaluados, importa que nuestros alumnos prueben satisfactoriamente sus conocimientos y habilidades en ciencias, inglés, humanidades, inteligencia emocional… El tema no es de buenas intenciones, sino de buenas ideas. De arreglos institucionales inteligentes. De proyectos probados, no de ocurrencias al vacío.
La próxima vez que usted escuche que alguien odia al gobierno, la primera pregunta que debe hacerse es: ¿Cuáles han sido los resultados hasta el momento, se lograron de manera ética y eficiente?
Por ello, el arte de las políticas públicas es saber administrar expectativas y servir a la ciudadanía. No saber vender oasis en los desiertos.
Embajador de Buena Voluntad de la Unesco