El pasado 4 de septiembre el presidente del Senado de la República, Martí Batres, presentó un proyecto de decreto para reformar el Artículo 3 constitucional y elevar a rango constitucional la educación superior. Es un paso hacia la garantía al derecho humano a la educación, sin embargo, no basta con plasmarlo por escrito. En la Conferencia Regional sobre Educación Superior de América Latina y el Caribe (CRES), celebrada en 2008, se mandató a la educación superior como un bien público social, un derecho humano y universal y un deber del Estado. Diez años después la CRES 2018 reafirmó este postulado. Bajo ese principio, el Estado mexicano está en deuda con millones de jóvenes. Según datos de la SEP, sólo 37% logra acceder a la educación superior. Esta cifra contrasta con la de naciones como Argentina (85.7%) o Chile (90.3%).
Sin embargo, la obligatoriedad no garantiza el derecho a la educación. En México la educación media superior es obligatoria desde 2012. No obstante, según el INEE, 30% de los jóvenes son excluidos de este nivel educativo y sólo 7 de cada 10 finalizan en el tiempo reglamentario. Esta situación se recrudece en jóvenes de zonas rurales, indígenas, hablantes de lengua indígena, en condición de pobreza o discapacidad. La tasa de asistencia escolar es menor en estos sectores poblacionales, por lo que el riesgo de abandono escolar es latente.
Elevar a rango constitucional la educación superior sin cuestionar el esquema de reproducción de las desigualdades educativas es letra muerta. En las condiciones actuales, las posibilidades de que un estudiante ingrese a una universidad pública son mayores si su situación socioeconómica le favorece. En la mayoría de las universidades predomina el ingreso vía el examen de admisión. En otras, se pondera con el promedio que el estudiante adquirió en la preparatoria. Esto no significa que la solución sea eliminar el examen, tampoco lo es construir universidades sin tener claridad en cómo fortalecer la articulación del sistema universitario mexicano.
Replantear el acceso a la educación superior requiere considerar: 1) nuevos criterios de ingreso que favorezcan la inclusión de las poblaciones socialmente rezagadas. La Universidad Autónoma de Chapingo trabaja desde 2008, con un proyecto de inclusión que vale la pena revisar; 2) incrementar el gasto en educación superior, en promedio el gasto por alumno de los países de la OCDE es de 15 mil 656 dólares, en México es de 8 mil 170; 3) desarrollar políticas públicas e institucionales que contribuyan a lograr trayectorias estudiantiles exitosas. Más allá de las becas se requiere valorar otros factores como la práctica pedagógica; 4) incrementar la participación de los gobiernos estatales en el financiamiento universitario y fortalecer los financiamientos plurianuales; y, 5) reducir las brechas en la cobertura en las entidades federativas. Mientras que en la Ciudad de México y Nuevo León ésta es de 69% y 39%, respectivamente, en Chiapas corresponde al 13% y en Oaxaca al 16%.
Hay problemas latentes sin resolver como la insuficiencia en el financiamiento, el retiro digno de los profesores, o las condiciones laborales de los maestros por hora que representan el 58% de la planta docente en las universidades públicas mexicanas.
El reto del nuevo gobierno es mayúsculo y es importante definir prioridades. Sabemos cuáles son los problemas. ¿Cuál será la ruta, resolverlos y después plantear la obligatoriedad de la educación superior? ó, ¿hacerla obligatoria y resolver, como lo hemos hecho, en el camino?; ¿qué es más responsable?, ¿qué le conviene a nuestro país?
Profesora e investigadora de la UAM Xochimilco