En la primera escena de Las herederas (2018) está contenido el carácter de su protagonista. Chela (Ana Brun) observa tras una puerta la transacción que intenta llevar a cabo Chiquita (Margarita Irun), su pareja por más de 30 años. En un plano maestro —como muchos a lo largo de la película, que sólo cortan cuando entra un close-up—, una mujer cuya ropa sugiere un origen aristocrático y cuyo desdén lo confirma, pregunta por los precios de carísimos objetos: una vajilla, un candelabro. De repente vemos la temblorosa perspectiva de Chela tras la puerta, y con sólo esas dos imágenes el director paraguayo Marcelo Martinessi describe a esta mujer como tímida y avergonzada. El desmantelamiento de su fortuna es el fin, no del mundo, pero sí del suyo, y más adelante la veremos afirmando esta sentencia cuando se aparezca inmóvil y deprimida en la cama. Mientras Chiquita se prepara para una fiesta, Chela se ve como la estatua arrumbada de un imperio en ruinas. Su situación se pondrá peor cuando Chiquita vaya a la cárcel por fraude.

Martinessi y su director de fotografía, Luis Armando Arteaga, terminan de sugerir el interior de Chela con el claroscuro que generan las luces al fondo y las sombras que envuelven a los personajes. También sugieren la esperanza con la que Chela comienza a trabajar como chofer para sus vecinas millonarias. De ser una amable vecina que escucha a su pasajera hablar mal de su trabajadora doméstica —como sucede en las películas de la argentina Lucrecia Martel—, Chela pasa a experimentar la invisibilidad de la servidumbre. Pero la trama de Las herederas está más cerca de las experiencias transformadoras en el cine de Sebastián Lelio que de las críticas sociales de Martel. Aunque hay una serie de elementos que sutilmente demuestran una convicción política, Las herederas nos habla del viaje de su protagonista hacia el otro lado de esa puerta que la oculta en la primera escena.

Angy (Ana Ivanova), la hija de su clienta más frecuente, será una motivación para Chela, que se siente atraída por ella. El enamoramiento de esta mujer madura por otra más joven es parte de esas sutiles decisiones políticas que mencionaba. Martinessi no filma a Chela con morbo sino con una naturalidad evidente en la larga duración de los planos, en los silencios y en los breves instantes de cotidianidad —incluida una imagen de masturbación— entre una y otra escena de mayor impacto dramático. Cuando, en sólo un par de ocasiones, aparecen hombres, Martinessi los ubica al fondo. Posiblemente esté resaltando la centralidad de lo femenino en su película y subvirtiendo la usual tendencia de los directores a fijarse en lo masculino.

Pero, de nuevo, el eje de la película está en el cambio de Chela, que a visita a Chiquita en la prisión con cada vez más confianza en sí misma. El trabajo y la autonomía le dan temeridad, aunque a pesar de todo le cuesta trabajo abandonar su orgullo burgués y su miedo al rechazo. Cuando Chela deba tomar una decisión importantísima para su felicidad, la imagen desde atrás de la puerta volverá para cuestionar la posibilidad de cambiar.

Sería impensable entender lo que pasa dentro de la silenciosa Chela sin la actuación de Ana Brun. Su expresión, a menudo, dice hasta los secretos de su personaje sin tener que usar los recursos de la voz o el movimiento. Cuando Chela conversa con Angy, su boca muestra cómo las palabras se le atoran en los labios, quizá deseando involucrarse más y mostrarse deseable. Entre la lealtad a Chiquita y la represión que se impone a sí misma, hablar no es un mero acto de convivencia sino un ejercicio de libertad. En otra escena una noticia devasta a Chela, y Brun nos da una conmovedora máscara de la tristeza que explicará la ausencia de su personaje. Sería injusto describir mucho más pero sí es importante señalar que estas elecciones de la actriz y su director definen el sentido de una película que no busca tanto ilustrar la experiencia de perder las cosas sino el luminoso trayecto en el que se descubre cómo ganarlas.

Twitter:@diazdelavega1

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