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Lo cotidiano es la violencia —lo remachan las noticias de todos los días—, una violencia que sacude, enluta, encabrona... Cada corte de caja, mensual, semestral o anual, sobre los índices delictivos, es un golpe muy duro: lejos de reducirla o contenerla, la criminalidad avanza imparable: las carpetas de investigación por el delito de secuestro en la Ciudad de México se cuadruplicaron de enero a abril de 2018 respecto del mismo periodo de este año...
Los exportadores de aguacate denuncian “la imparable ola de robos de camiones cargados de aguacate (hasta 4 unidades diarias) que desde hace varios años se vienen suscitando en las carreteras de la franja aguacatera de Michoacán, en el trayecto de la huerta hacia el empaque”.
Frente a los escasos golpes que se dan a objetivos prioritarios, como El Tortas y El Jamón, jefes de bandas rivales del barrio de Tepito, se multiplican las extorsiones, los robos a domicilio, los asaltos a mano armada y los secuestros, y los cientos de homicidios que no son sólo los saldos de la lucha feroz entre las bandas por el control de las plazas, sino también una violencia que cobra las vidas de muchos inocentes. Y mientras tanto, las autoridades responsables de procurar y administrar justicia, simulan o lucran con esta descomposición.
Las agencias del Ministerio Público son, en su mayoría, espacios en los que los fiscales, los policías ministeriales e, incluso, los médicos, las secretarias y los auxiliares, integran una caterva criminal que recibe con prepotencia a los denunciantes y en cada denuncia paladean la posibilidad de lucrar, y qué decir de las cárceles en donde los custodios y los directivos están amedrentados o comprados y quienes mandan son los criminales.
Nadie o casi nadie hace lo que le corresponde y no pasa nada. En los juzgados ocurre algo similar: lo mismo los secretarios de acuerdo que los jueces y magistrados negocian las resoluciones con los abogados de los criminales y ¿quién investiga el desempeño y los patrimonios de esos funcionarios? Son excepcionales los casos de jueces sancionados.
La impunidad explica, en gran medida, el desbordamiento criminal y la resistencia para entender que la seguridad se construye de abajo hacia arriba. Y no al revés. Y mientras sectores de la sociedad claman por endurecer las penas, un partido político, el del tucán, se monta en los reclamos y propone la castración para violadores y pedófilos y la pena de muerte para los secuestradores... Algunos incluso extrañan los días de Arturo Durazo y de Francisco Sahagún Baca, cuando la policía establecía pactos con los criminales, les fijaba límites, limpiaba las calles de ciertas zonas de la ciudad y los mandaba al otro mundo si era preciso.
Lo importante no es endurecer las penas, sino abatir la impunidad. Nada favorece más el desbordamiento criminal que la certeza de que sus crímenes quedarán impunes.
Y frente a un desafío de esta magnitud, hay decisiones de gobierno que agudizan los problemas. La “pobreza franciscana” que se está imponiendo a la administración pública golpea a las instancias responsables de atender delitos tan graves como el secuestro. Desde diciembre pasado, la Unidad Antisecuestros se encuentra acéfala y, como en otras áreas, se le han reducido los recursos.
Pero la sociedad tiene mucho qué hacer para frenar a la delincuencia: los criminales no viven y operan en el vacío, los vecinos, aún a cierta distancia, observan comportamientos anormales, ruidos y movimientos extraños, repentinas señales de riqueza en pobladores con actividades desconocidas... ¿Por qué no alertan a las autoridades? Porque temen que quienes reciban la denuncia sean cómplices de los delincuentes, y no les falta razón. Pero pueden hacer denuncias anónimas desde teléfonos públicos o a través de alguna de las instancias de la sociedad civil que están atendiendo estos temas.
Tenemos que exigirles a las autoridades menos excusas y más resultados, pero como sociedad tenemos también mucho qué hacer. No podemos resignarnos a vivir con miedo.
Presidente de GCI. @alfonsozarate