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En estos días EL UNIVERSAL y otros medios han publicado hallazgos que permanecieron ocultos en los archivos —rudimentarios, cándidos, decepcionantes— de la Dirección Federal de Seguridad (DFS), la agencia de inteligencia del Estado mexicano que nació en 1947, en plena Guerra Fría, y fue cerrada en 1985.
Aunque se anuncie como una novedad, esos archivos (más de cinco mil cajas) fueron depositados en el palacio de Lecumberri —la antigua prisión, hoy sede del Archivo General de la Nación— al inicio del gobierno de Fox, y dispuestos para el escrutinio público desde junio de 2002, de conformidad con la Ley de Transparencia Gubernamental y Acceso a la Información.
¿Qué tanto de lo que está escrito en esos informes es real y permite esclarecer momentos dramáticos de la historia de México del siglo XX, de esos “los tiempos oscuros”, como les llama Jorge Carrillo Olea? Poco; y quizás lo más decepcionante para los ingenuos es que no encontrarán los testimonios de decisiones que llevaron a la desaparición de disidentes, órdenes para cometer asesinatos políticos, torturas u operativos criminales, por una razón muy simple: esas resoluciones no se dejan con nombre y firma en papeles membretados.
Lo que exhiben los documentos de la DFS es un trabajo artesanal, torpe, abundante de refritos de información publicada en diarios locales, chismes o, incluso, notas dictadas en las oficinas de los gobernadores que tenían a sueldo a los delegados de Gobernación; una agencia de inteligencia al servicio de los hombres del poder, no del Estado mexicano.
En los largos años en que la Secretaría de Gobernación fue la principal plataforma hacia la Presidencia de la República (de 1946 a 1976), la DFS mantenía seguimiento a personajes y organismos de izquierda y se sometía a los intereses norteamericanos. La Brigada Blanca —cuyos integrantes procedían de la DFS, el Ejército y la PGR— fue protagonista de nuestra propia versión de la “guerra sucia” que convirtió adversarios en enemigos.
Pero la DFS también espiaba a los “amigos” e, incluso, a funcionarios del régimen. Un caso extremo fue la vigilancia que Fernando Gutiérrez Barrios mantenía a quien formalmente era su superior jerárquico, Mario Moya Palencia, secretario de Gobernación, al grado de tener intervenido el teléfono de su domicilio y grabar las conversaciones indiscretas de su mujer; los reportes se entregaban personalmente al presidente Luis Echeverría, quien disfrutaba del privilegio de conocer la vida oculta de sus colaboradores.
En los años ochenta, dos hechos sacudieron el escenario político y mostraron la degradación que había alcanzado la DFS, penetrada por el narcotráfico: el atentado que cobró la vida de Manuel Buendía, el columnista más influyente en esos años, y el secuestro, la tortura y el asesinato del agente de la DEA, Enrique Camarena y del piloto Alfredo Zavala, en febrero de 1985.
Ante la inocultable descomposición que exhibieron esos acontecimientos, el presidente Miguel de la Madrid ordenó la desaparición de la DFS y de la Dirección de Investigaciones Políticas y Sociales (IPS), el otro órgano de inteligencia civil, entonces se puso en marcha un nuevo proyecto, construir un organismo de inteligencia estratégica con estrictos criterios de reclutamiento, doctrina y formación, capaz de advertir y prevenir amenazas y riesgos a la seguridad nacional.
Todos los gobiernos —democráticos o autoritarios— necesitan contar con servicios de inteligencia que los alerten sobre riesgos a la seguridad nacional (subversión, terrorismo, protección de instalaciones estratégicas, etc.), aunque los regímenes totalitarios suelen hacer un uso faccioso de esos instrumentos para perseguir o intimidar a sus adversarios y críticos o solo para complacer el morbo de los jefes. Se sabe que el legendario J. Edgar Hoover, quien dirigió el FBI por casi medio siglo, disfrutaba de conocer cosas como las preferencias sexuales de los opositores o las aventuras extramatrimoniales de los Kennedy, era “un corrupto perseguidor de la corrupción”, como lo definió su biógrafo, Anthony Summers.
La idea de desaparecer al Centro de Investigación y Seguridad Nacional (Cisen), como fanfarroneó el candidato Fox, era de una ingenuidad mayúscula; finalmente, Fox no lo desapareció, pero sí inició su desmantelamiento: muchos profesionales fueron desplazados por “aprendices de brujo” frívolos e incompetentes.
La decisión de la actual administración de convertir al Cisen en Centro Nacional de Inteligencia, instancia de la Secretaría de Seguridad Ciudadana y no de Gobernación, es errónea y de alto riesgo: en vez de corregir lo corregible, arrumba una experiencia de décadas y confunde la seguridad pública con la nacional. De nueva cuenta, tirar al bebé con el agua sucia. Ni qué hacer ante tanto candor.
Presidente de GCI. @alfonsozarate