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El doctor Northcote Parkinson, estudioso de los fenómenos administrativos, postuló hace más de medio siglo, una serie de leyes que buscaban explicar algunas de las tendencias que pervierten a las instituciones y, particularmente, a los gobiernos, entre ellas la propensión a crecer sin racionalidad alguna o la manía de los funcionarios de ocupar la totalidad del tiempo asignado para una tarea y de paso gastar la totalidad (o más) de los recursos asignados.
El dispendio de nuestra clase gobernante es inaudito y como no les basta el presupuesto autorizado, han incrementado la deuda pública; cada vez dedican mayores recursos al gasto corriente y al servicio de la deuda y menos a la inversión.
Si Parkinson hubiera conocido la experiencia mexicana le habría sido de enorme utilidad para confirmar sus hipótesis. Lo que hoy tenemos es una estructura grandota, costosa e ineficaz, una monstruosa duplicidad de funciones y, en contraste, una mediocre capacidad de gestión.
Los altos ingresos del funcionariado no corresponden a su baja calidad profesional, como lo prueban sus resultados, basta ver lo que ha dejado en más de treinta años la tecnoburocracia dorada de la SHCP —muchos funcionarios ostentan títulos de postgrados obtenidos en prestigiadas universidades estadounidenses—, para evaluar su calidad profesional. Según Luis Videgaray, en el último bienio de esta administración estaríamos creciendo casi al 6 por ciento, sin embargo, no llegaremos ni a la mitad y las bendiciones de las “reformas estructurales” siguen pendientes… Lo que tenemos es un descontrol en el gasto, el freno a la inversión pública y, en contraste, el desbordamiento de una propaganda mentirosa que convence a muy pocos…
El alejamiento del funcionariado respecto a la razón de ser de sus responsabilidades se evidencia con la vacuidad de sus informes ayunos de una metodología o de parámetros que permitieran medir los resultados contra los objetivos, y los objetivos contra lo que reclama el país… El presidente Peña habla de un crecimiento sostenido durante su administración, pero oculta que en campaña repitió que veníamos de 30 años de un crecimiento mediocre de apenas 2.3, idéntico al que nos hereda.
Direcciones generales convertidas en subsecretarías de Estado; multiplicación absurda de áreas que engrosan la pesada burocracia, incluidas las llamadas “de apoyo”: asesorías, secretarías particulares y privadas, escoltas y choferes que muchas veces están al servicio de las parejas o los hijos del funcionario.
Ante ese desorden, el gobierno entrante está obligado a hacer una reingeniería de la administración pública, pero nada asegura que la hará y la hará bien porque lo que abundan son las ocurrencias.
Pero no es el único ni el más grave de los pendientes. En el ámbito de lo más sensible para la sociedad: la violencia delincuencial, los costos de la ineptitud o la complicidad son enormes: desapariciones forzadas, secuestros, extorsiones...
El caso de la ordeña de ductos de Pemex es perturbador. En el estado de Puebla —algo en verdad pasmoso—, la ordeña creció enormemente en los últimos cinco años e involucra lo mismo a autoridades municipales que estatales y federales y ahora también a comunidades enteras, algunas empobrecidas, con escasas alternativas en sus actividades tradicionales, se han constituido en “cinturones de protección” para los criminales.
Es imperativo preguntar por qué mientras el robo a los ductos se expandía en los últimos 20 años, a nadie en el gobierno (lo mismo en la rama Ejecutiva que en la Legislativa) se le ocurrió revisar el marco legal para tipificarlo como delito grave, entonces, en los casos raros en los que hay detenidos, muy pronto quedan en libertad. Es tal la ineptitud gubernamental, que pasan los años y ni el Cisen ni la Comisión Nacional de Seguridad o Pemex han identificado y menos aún desarticulado las redes internas en la empresa pública que fuera orgullo del país; tampoco han llevado ante los jueces a los miembros de las redes empresariales asociadas a este crimen —cientos de estaciones de servicio informales expenden el combustible robado—, menos aún han tocado a las redes políticas de protección.
A los costos de una administración pública enmarañada, se suma la precariedad, la corrupción y la ausencia de valores cívicos que prevalece entre muchos integrantes de la alta burocracia. Ya se van, es cierto, pero no parece claro que los que vienen de reemplazo puedan devolverle la dignidad al servicio público, porque muchos han sido parte de lo mismo y otros nomás no tienen con qué. ¿De verdad, no tenemos remedio?
Presidente de GCI. @alfonsozarate