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[…] a los desposeídos y marginados si algo pudiera pedirles, sería perdón por no haber acertado todavía a sacarlos de su postración; pero les expreso que todo el país tiene conciencia y vergüenza del rezago y que precisamente por eso nos aliamos, para conquistar por el derecho la justicia.
José López Portillo, Mensaje de Toma de Posesión 1o. de diciembre de 1976
La nuestra es una Historia de héroes cuyas figuras impolutas lucen esculpidas en granito o bronce; con sus frases memorables y sus enemigos —villanos— voraces e irredentos... Pero es, también, una Historia de paradojas: la Conquista la hicieron, más que los españoles, tribus originarias de estas tierras, como la tlaxcalteca, que se aliaron a Cortés hartas de la opresión y los agravios de los aztecas; la Independencia la iniciaron y consumaron los criollos, es decir, los españoles nacidos en la Nueva España, como Miguel Hidalgo y Agustín de Iturbide; la Reforma, católicos anticlericales pero no antirreligiosos, y la Revolución, porfiristas como Francisco I. Madero y Venustiano Carranza.
Aunque hayan transcurrido 500 años, no es posible ignorar los horrores de ese tiempo. Pero, como dijo el poeta: Crímenes fueron del tiempo y no de España. Hoy no necesitamos ir tan lejos para admitir que el México de esta época, moderno y global, cosmopolita y mundano, es racista y profundamente excluyente y que en nuestra Historia los únicos indios enaltecidos son los muertos: Cuauhtémoc, “único héroe a la altura del arte”, como escribió López Velarde, y Benito Juárez, el zapoteca nombrado Benemérito de las Américas por el Congreso de Colombia.
Transcurridos casi 200 años de la consumación de la Independencia, lo que prevalece es un sistema profundamente injusto en el que los indios permanecen en el último peldaño, explotados e ignorados, como lo denunció hace 25 años el EZLN en la Declaración de la Selva Lacandona. En vez de reclamarle al reino de España por lo que nacidos en aquellas tierras hicieron aquí hace medio milenio, lo que tendríamos que hacer es asumir nuestras propias culpas, no de tiempos remotos sino absolutamente actuales: que en pleno siglo XXI los indígenas sigan siendo súbditos, no ciudadanos; que no sean sujetos sino objetos de la política y que, como lo señalaba Robert E. Scott, sigan cargando las rémoras de apatía, fatalismo, resignación, desconfianza y sentimientos de inferioridad, rasgos que algunos explican por la brutalidad de la Conquista y por la doctrina que les transmitieron los evangelizadores (“Los sufrimientos en esta tierra, hijo mío, se compensan con el paraíso eterno”). En los casi 200 años transcurridos desde la consumación de la independencia, gobierno y sociedad bien pudieron haber construido una sociedad incluyente, en la que no los encontráramos pidiendo limosnas en las esquinas, explotados por caciques o muriendo de hambre en sus pueblos.
En vez de pedir perdón a nombre de un México que no existía en los tiempos de la conquista, a una España que tampoco existía, lo que sí se puede hacer el gobierno es dar un vuelco y poner en el foco de su atención a las regiones más pobres, realizar inversiones que detonen el desarrollo de las zonas indígenas y marginadas; desplegar políticas públicas que atiendan esos enormes rezagos: fortalecer la educación pública como instrumento privilegiado para el ascenso social (las escuelas en los poblados indígenas casi carecen de todo); construir clínicas y hospitales que impidan tantas muertes evitables; llevarles obras de infraestructura que favorezcan inversiones productivas que generen empleos con salarios justos... Atrevernos a cambiar la historia.
“Más de cuatrocientos años de opresión racial dejaron sobre los indios una marca que la Revolución no pudo borrar”, escribió Roger D. Hansen. Somos un país que discrimina: la apariencia indígena es un lastre para el ascenso social. Las páginas de sociales y los suplementos de fin de semana suelen ser una celebración ridícula a “la gente bonita”: de tez blanca y de vida fatua, que se la viven de fiesta en fiesta.
Pero si una nación ha lastimado y robado a México es la vecina del norte cuyos gobiernos emprendieron guerras injustas que nos cercenaron más de la mitad del territorio, lanzaron invasiones y expediciones punitivas, y ordenaron el derrocamiento y asesinato del presidente Madero —orquestado por su embajador, Henry Lane Wilson—. Y hoy mismo, con Donald Trump, el pan de cada día son sus ofensas y amenazas, pero en este caso no importa, nuestra digna diplomacia llama a poner la otra mejilla, aquí sí “perdón y olvido”.
Presidente de GCI. @alfonsozarate