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En sus inicios, Rosario fue una luchadora —sindicalista y defensora de las causas de las mujeres—, respetada y admirada. Por desgracia, son muchos los ejemplos de quienes se iniciaron en la arena social desde la disidencia a un poder autoritario y corruptor y terminaron volviéndose como aquellos a los que censuraban o peores.
Su gusto por las cosas finas —ropa de marca, joyas costosas— empezó a mostrarse cuando reemplazó al ingeniero Cárdenas en la jefatura de Gobierno del Distrito Federal. Ante las murmuraciones por su repentino enriquecimiento, sus cercanos la justificaban: lo que exhibía, decían, eran “cortesías” de Carlos Ahumada, el argentino-mexicano que la sedujo, que atesoró una fortuna de la noche a la mañana y se convirtió en el contratista predilecto de las administraciones perredistas (llegó a cobrar por obras que no se realizaron), el mismo que solía videograbar la entrega de sus sobornos, para chantajearlos cuando hiciera falta o para vender las grabaciones al mejor postor.
Pero a pesar de las acusaciones que de tiempo atrás pesan sobre Rosario y de sus relaciones peligrosas (o quizás, precisamente por ello), logró montarse en el carro de Enrique Peña, el gobernador del Estado de México, a quien le aportó su experiencia en la construcción de redes sociales: en el año 2000 había sido la creadora de las Brigadas del Sol que operaron durante la campaña de Andrés Manuel López Obrador. Al triunfo de Peña en la elección presidencial, para sorpresa de muchos, asumió la titularidad de la Secretaría de Desarrollo Social —la que “inventó” Carlos Salinas para Luis Donaldo Colosio— y en la que Robles diseñó una nueva versión de aquellas brigadas: “La cruzada nacional contra el hambre”.
Durante su paso por la dirección del PRD entregó malas cuentas, su operador financiero era José Ramón Zebadúa González (quien la había acompañado desde su paso por la secretaría general del gobierno del Distrito Federal), pero para evitar los cuestionamientos que pesaban sobre éste por sus malos manejos, en la Secretaría de Desarrollo Social (Sedesol) lo reemplazó por su hermano Emilio en la Oficialía Mayor, a quien también se lo llevó como oficial mayor, a su nuevo destino: la Secretaría de Desarrollo Agrario, Territorial y Urbano (Sedatu).
La Estafa Maestra, la investigación de la Auditoría Superior de la Federación (ASF) y de Mexicanos contra la Corrupción, que mostró las triangulaciones que permitieron desviar cuantiosos recursos (más de dos mil millones de pesos), hacia un destino incierto, están sólidamente documentadas: los funcionarios de Robles aprovecharon los resquicios de la Ley de Adquisiciones —que permite la asignación directa en proyectos encargados a entidades públicas, como las universidades— para negociar los contratos fraudulentos.
Para simular la legalidad de los convenios, en la misma dependencia les preparaban los “entregables” que serían la “prueba” de que el proveedor había cumplido.
Ya algunos exfuncionarios de Sedesol han confesado ante la ASF que fueron obligados a participar en los desvíos de recursos firmando contratos con empresas y personas físicas a las que ni siquiera conocían. Los recursos públicos que recibían las universidades se trasladaban a empresas fantasmas a partir de las cuales se pierde todo rastro de los dineros. El mismo modus operandi que se implantó en Sedesol se trasladó a la Sedatu, nada inhibía el manejo descarado, quizás por la certeza de la protección presidencial: “No te preocupes, Rosario”, llegó a decirle Peña Nieto.
Ni Rosario Robles es un chivo expiatorio ni las acusaciones en su contra son solo un circo, como llegó a decir López Obrador. Solo con una gran ingenuidad puede pensarse que semejante operación se realizó sin la aprobación de la titular de la dependencia. Es evidente que ella no firmó los contratos, pero para eso tenía operadores en la Oficialía Mayor a cargo de Emilio Zebadúa y, por si hiciera falta, a quienes falsificaran las firmas de autorización. Su defensa —“a mí que me esculquen”—, recuerda la réplica a don Luis Cabrera que desde la tribuna de la Cámara de Diputados le llamaba corrupto: “—Pruébamelo”, a lo que el denunciante le respondió: —Te estoy acusando de corrupto, no de pendejo.
Si robar dinero público es un delito grave, más lo es tratándose del dinero destinado a los más pobres. Desde la lógica católica —hoy tan de moda en el discurso político—, se trata de perversiones que llevan al mismísimo infierno: pecados capitales.
Presidente de GCI. @alfonsozarate